La calle se alarga se estrecha y oscurece cuando anochecen los días, lleva un nombre danzante, suena su música y se recoge en el recinto vago y lóbrego a las seis de la tarde, olfatean los gatos sin número, comida para ellos con ese olor fuerte de carne cruda mezclada con sangre, los trastos, las velas, la oscuridad de la noche, los frutos secos, perversión de la realidad que realza los usos cotidianos, la acción de tomar el té, parsimoniosa y lenta, sensual el silencio y el gesto, el tiempo es otro tiempo poblado de fantasía, fantasmagórico y escueto, las acciones avanzan impetuosas unas con otras sin cesar, dispuestas para resaltar lo innato a lo largo del día, entre tinieblas los espejos brillan y reflejan la verdad de lo aún incierto y se estrella contra ellos la certeza de lo bello de la existencia en el momento mismo exultante y sereno, el acto más puro alumbra la oscuridad con un simple abrazo que se clava y se retuerce y se proyecta contra el frío de la hermosa noche desvelada.
Retrato siempre presente que recuerda la ausencia, las flores del mal, malditos y ajenos a cualquier rastro de la otra realidad de las cosas, deliberadamente ausentes, sin atisbo de locura, pasión encendida en cambio, amor sin límites, tiempo de uvas, los aromas alternan unos con otros sin tregua, caminar desafiante, la diferencia llevada al extremo con altivez, la razón se enciende y ve la verdad de los acontecimientos que ocurren sin más, el fantasma de la muerte está presente ahuyentado por la presencia de mil gatos alertas y encendidos, sus paseos se suceden, ya se extienden sobre el lecho voluptuosos y eternos ya irrumpe en el patio la algarabía de animales hambrientos, voraces, guardianes al fin del rumor, de la soledad, de la dicha y el goce de los sentidos, de la paz infinita, de la tierra firme bajo los pies, sobre un mundo informe que chirría molesto al paso de los amantes.
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