EL CORMORÁN Y EL VIENTO
El Pájaro
Y un pájaro cantó, delgada flecha.
Pecho de plata herido vibró el cielo,
las yerbas despertaron...
Y sentí que la muerte era una flecha
que no se sabe quién dispara
y en un abrir los ojos nos morimos.
Octavio Paz
Era
un hombre normal, gozaba de gran simpatía entre las gentes que lo rodeaban, era
un hombre simpático, ligeramente bien parecido y bien dotado, se esmeraba por llegar
a ser lo que sus padres deseaban de él, un hombre bien asentado en la vida y
próspero.
Un
hombre joven para una mujer joven, recién salidos de la pubertad, las fuerzas
del orden familiar establecían relaciones a largo plazo con esa perspectiva que
da la andadura de una familia normal dentro de un país normal.
Todo
era tan normal que oponer la menor resistencia a un matrimonio concertado,
abocaba a la locura. –El amor es cosa de los libros y del cine, –decían, –el
amor llega después, con el roce…
El hombre ideal pasó a formar parte de mi vida
sucesivas mañanas junto a un mar turbulento de sensaciones y unos deseos
inmensos de libertad. Transgredir esas normas iba a acarrear la desdicha de un estigma que solo podía
borrar el paso del tiempo entre letras y legajos, imágenes de la dicha y de la
desdicha, entre líneas ciegas a veces y deslumbrantes casi siempre, una mujer
marcada por el destino, entre la
resignación y la dignidad, una pareja tan ideal como el hombre que le fue
impuesto.
El viento azotaba el oleaje por la mañana temprano, sentí un golpe seco
lejos de mi habitación, la ventana de la sala se abrió de par en par y con la
ráfaga cayó a mis pies un pájaro grande de color negro azulado herido en un
costado. Sentí una especie de horror momentáneo, intenté cerrar la ventana con
rapidez, pero me lo impedía la fuerza del viento, ese viento que en la costa
alcanza velocidades insospechadas que suele llegar aullando, y abate con su
fuerza las alas de los pájaros.
Cuando todo parecía a salvo del sobrecogedor azote, me senté a observar
detenidamente al pájaro que movía con esfuerzo lentamente sus alas, y entornaba
su hermosa cabeza contra el suelo. No me atrevía a tocarlo, los pájaros siempre
me han impresionado, ese algo aéreo que portan en su cuerpo, esos huesos
frágiles en movimiento me producen escalofrío y desazón, pero me sentí obligada
a curarlo y fui en busca de algodón, un poco de alcohol y unos vendajes en
medio de un haz de nervios, el viento apagaba el silencio que a esas horas de
la mañana suele ser muy grato y me encontraba muy alterada por el percance.
Alcé mi vista hacia la ventana, y en la orilla del mar se veían numerosos
puntos negros, de pájaros ateridos de frío que picoteaban la arena con
impaciencia. Mientras tanto el pájaro expiraba entre mis manos que temblaban de
miedo.
Cuando me encontré en la calle todavía temprano, en esos momentos en los
que nadie se ha levantado aún de la cama, y torcí mis pasos en dirección a la
playa, con el alma golpeada por el mismo viento que aquel pájaro, encontré a un
hombre que más me parecía un sueño, un espectro en silencio, me detuve a
mirarlo porque algo en su expresión resultaba reconocible, sin cabellos ya, con
sus facciones encanecidas por encima de la boca, y las cejas blancas de nieve, arrugado, y engordado por los años,
completamente acabado depositaba su tristeza sobre las páginas de un periódico,
continué caminando y algo me hacía volver la vista atrás para observar de cerca
al desconocido, y comprobar al fin que no era una visión, ese hombre había
yacido conmigo en la misma cama, ese hombre había convivido conmigo largos años
de desarraigo, como el cormorán de mi ventana, ese hombre parecía herido por la
vida, herido por el tiempo, pero al fin lo reconocí cuando escondió su cabeza
entre las páginas del diario.
Corrí ese
día cerca del mar como si se me fuera la vida en ello, regresé a mi casa y
vomité todo el estremecimiento que de repente se manifestaba apretujado en mi
estómago, un pájaro herido de muerte era aquel hombre gastado por los años y un
vómito convulso era todo mi pasado.