EL HOMBRE CANSADO.
Dueño
el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
“Utopía de un hombre que está cansado”
Jorge Luis Borges
Solía
bajar todas las mañanas a buscar el pan y el periódico cargado con un cuerpo inmenso a
través de unas escaleras que con su peso hacían sonar crujiente en cada rellano
la madera podrida con el paso de los años.
Sofocado
llegaba al fin a la calle y se encaminaba al kiosco de la plaza con paso
cansino y abatido como si no hubiera dormido.
De
regreso tomaba aliento en el portal para subir los cuatro pisos que le
conducían a su casa, una de sus vecinas, una mujer joven se compadecía de él y
le ayudaba a subir cogido del brazo y si llevaba alguna bolsa le descargaba de
su peso.
El
hombre tenía el tamaño de un cuerpo grande que envolvía un abrigo largo gris de
espiga y lo llevaba siempre puesto incluso cuando el invierno había concluido, su
cabeza era redonda, coronada por unas pocas
canas que flotaban sobre un cráneo pelado y calvo, los ojos pequeños y azules
se hundían en una masa de carne que dibujaba unos párpados hinchados y una
mirada retraída como si ya no le interesara el mundo. Contaban por el barrio
que era un marinero y se había aventurado más allá del océano durante muchos
años de su vida y que su esposa y sus hijos lo habían dejado en el olvido
acostumbrados a ausencias tan prolongadas, otros en cambio decían que se
trataba de un prisionero de guerra y que cuando llegaron tiempos mejores lo
habían liberado de sus cadenas carcelarias. Escondido su rostro dentro del
cuello de su abrigo, su pesado cuerpo
siempre con los brazos caídos y su lento caminar, le daban a su mirada torva
con un gesto de amargura en la boca ese aire taciturno de quien ya solo espera
la muerte.
El piso en el que vivía constaba de cuatro
puertas tras las cuales habitaban tres mujeres, una de ellas muy mayor, se
entretenía en lustrar los embellecedores de cobre en su puerta mientras entonaba
viejas canciones de tonadilleras, otra mujer vivía enfrente y pasaba el tiempo
lavando y tendiendo ropa de tal manera que mojaba a los viandantes al pasar y a
todos los vecinos que se asomaban a la ventana en ese momento, y provocaba entonces enfados e insultos. Contigua a su puerta vivía la mujer joven que recibía
muchas visitas pues impartía clases en su casa.
Transcurrían así en la casa los hábitos de
los vecinos sin alteración aparente, salvo los simples cambios de estación que
apresuraban o enlentecían el trasiego por esa vieja escalera desvencijada.
Se
sentía al pasar delante de las puertas el aliento escudriñador y callado de
esos seres que apoyados en sus mirillas observaban el ir y venir de nuevos
visitantes.
El
hombre cansado permanecía dentro de su casa siempre callado y sin ocasionar
molestia alguna era ignorado por el
resto de la vecindad. Era fácil allí mantener el anonimato si se guardaba el
silencio oportuno pues la casa entera estaba constituida por ese silencio
aterrador del que se sabe anciano y se limita a contemplar y contar los días de
sus congéneres para sortear el último día
de su vida.
Pasaron
muchos días sin que el hombre hiciera ruido
al bajar la escalera, la joven vecina, más cercana y atenta consideraba
la posibilidad de que tal vez el hombre
se encontraba con su familia, o tal vez había salido de viaje, miraba a través
de la mirilla y solo podía ver el rellano vacio de la escalera y escuchar el
silencio.
Continuó
así su vida con total normalidad, ya
despuntaba la primavera y abrió las ventanas con alegría, pero una ráfaga de
olor pestilente entró en su casa y se dispuso a comprobar el estado de cosas en
la cocina, en el baño, en sus animales,
todo estaba en perfectas condiciones sin duda el olor venía del exterior. El ambiente
en la escalera era cada vez más inquieto
y sofocante, se escuchaba el abrir y cerrar de puertas y ventanas, las mujeres
se quejaban desde sus balcones del mal olor que invadía la casa cada vez con
mayor intensidad. Todos se preguntaban el origen de esa peste, que se encontraba con seguridad en el habitáculo que siempre
habían ignorado.
Todos
al mediodía con los primeros calores y tapadas sus narices con pañuelos hacían
cola ante las puertas de la joven vecina y del hombre cansado, se oyó estrépito
en la calle y los encargados del orden ciudadano en compañía de dos camilleros
con dificultad se abrían paso entre la vecindad aturdida, forzaron la puerta
del hombre y al abrirla salió todo el hedor de la muerte de golpe, la compasiva
vecina con gran pesar cerró la puerta del hombre con un gesto de desolación y
vergüenza por no haber podido ayudar al finado en sus últimos pasos a través de
una escalera desolada. Se introdujo abatida en su casa y cerró con energía también su puerta.
Escultura:
Le Nez (La nariz)
Alberto
Giacometti 1947
De:
Silencios en otoño