"Y si lo terrestre te ha olvidado,
di a la tierra callada: yo fluyo
y al agua veloz, dile: yo soy".
di a la tierra callada: yo fluyo
y al agua veloz, dile: yo soy".
Rainer Maria Rilke. “Apoteosis” Sonetos a Orfeo
EL REGRESO DE ORFEO
Orfeo es un personaje perteneciente a la mitología griega, y una de las historias más famosas sobre él es el rescate de su amada Eurídice del inframundo, al que los dioses dejan entrar encandilados por sus cantos con la lira. Una vez allí, le advierten que mientras se la lleve no podrá mirarla hasta que sea bañada por los rayos del sol, algo que hace justo cuando Eurídice aún tiene puesto un pie en el inframundo.
No hacen mención de Orfeo ni Homero ni Hesíodo, pero era conocido en la época de Íbico (530 a. C), y Píndaro (522/442 a. C) y se refiere a él como “el padre de los cantos”.
A partir del siglo VI fue considerado como uno de los principales poetas y músicos de la Antigüedad, el inventor de la cítara y era capaz no solo de calmar a las bestias salvajes, sino incluso de mover árboles y rocas y detener el curso de los ríos. Como músico acompaña a los Argonautas y duerme a las sirenas que intentaban seducirlos para después devorarlos. Se le considera también uno de los pioneros de la civilización que enseña a los hombres las artes de la medicina, la escritura y la agricultura. Fue también augur y profeta y practicó las artes de la magia y la astrología. Cultos como los de Apolo a quien algunos consideran su padre, y Dionisos se restablecieron gracias a él; son famosos los ritos órficos basados en el logro de la inmortalidad a través de la purificación, se sabe que sus seguidores practicaban la abstinencia de la carne, eran vegetarianos, la abstinencia sexual y censuraban el asesinato o el derramamiento de sangre. Se sabe que era de origen tracio y que visitó Egipto en donde se familiarizó con la doctrina de una vida futura.
El descenso de Orfeo al reino de los muertos se convirtió en el punto de fuga de un complejo movimiento místico, los órficos. Según ellos, en el mito se encontraban todos los detalles para cartografiar los dominios de Hades, y, por ende, para escapar de la pesada muerte en que creían los griegos. Así, la iniciación en los misterios órficos debía consistir en desentrañar claves y mensajes ocultos en la larga ristra de narraciones míticas que pululaban en torno a Orfeo, con el objetivo de obtener una placentera inmortalidad. De ahí que tal vez fueran los primeros en creer en una posible trasmigración, reencarnación, de las almas; lo cual también asumirían los pitagóricos y, en cierta medida, Platón.
Orfeo muere asesinado o bien a manos de las mujeres tracias despechadas por su desdén, se cree que Orfeo después de perder a su amada se negaba a cualquier trato con mujeres y se rodeaba de jóvenes efebos que seguían sus ritos. A causa de una disputa entre Afrodita y Perséfone por la posesión de Adonis cuya mediadora fue Calíope madre de Orfeo, Afrodita, al no satisfacerle el veredicto, hizo que todas las mujeres tracias se enamoraran de Orfeo hasta tal punto que llegaran a despedazarlo.
O bien Orfeo murió fulminado por un rayo del muy irritable Zeus porque conocía los secretos del Inframundo.
Según Platón, los dioses le impusieron el castigo de morir a manos de mujeres por no haber tenido el arrojo de morir por amor como Alcestis, hija de Pelias, que murió en lugar de su marido Admeto.
Otras versiones dicen que Orfeo regresó destrozado a su pueblo, donde los habitantes le pidieron que tocara sus hermosas melodías; Orfeo deprimido como estaba, empezó a golpear su lira con una piedra, provocando un ruido tan horrendo que todo alrededor se marchitaba; así que el pueblo lo asesinó con el fin de detener ese ruido.
Varios autores ven en el mito de la muerte de Orfeo la confrontación permanente existente entre los principios apolíneo y dionisíaco, entre la serenidad y la orgía, entre la racionalidad y el abandono a los instintos, (entre ellos,Nietzsche (En el nacimiento de la tragedia, y Julio Cortázar, en Las Ménades) siendo Orfeo, el que provoca su propia destrucción a manos de las fuerzas de la naturaleza por él desatadas.
Para el mundo griego después de la muerte no existía otra cosa que el mundo de los muertos, la creencia en un premio o castigo después de la muerte, en el cielo o el infierno, es cristiana. Todos por igual iban al reino de los muertos. Justos e injustos, héroes y bellacos, buenos y malos, a todos les esperaba el mismo destino: los dominios de Hades. Solo se escapaban de este lúgubre destino unos pocos mortales, por lo general emparentados con alguna deidad, que emprendían hazañas tan extraordinarias que los dioses se los llevaban consigo al Olimpo. También les esperaba un destino distinto a los malos, aquellos que, impulsados por el deseo, el orgullo o la codicia habían atentado en gran medida contra los dioses; ya que por lo general eran castigados con tormentos terribles durante toda la eternidad (Prometeo, Sísifo…). En cualquier caso el hecho relevante del mito es que Orfeo visita el reino de los muertos en busca de su amada y descubre todos sus secretos, pero no fue el único además de Orfeo, varios fueron los héroes que por una razón u otra bajaron en vida al inframundo, Heracles, Teseo, Piritoo y Odiseo (Ulises) que por consejo de la maga Circe fue en busca del difunto adivino Tiresias con el fin de regresar alguna vez a su patria Ítaca.
El astuto héroe así lo hizo. Tras cruzar el Océano en su negro navío, guiado por el viento, llegó a una ribera inmensa, donde crecían bosques sagrados de chopos y sauces que tan solo daban frutos muertos. Allí buscó el río Aqueronte, donde confluían el río de las llamas y el río de los Llantos, y cavó una fosa por la que llegar hasta la morada de los muertos, a los que consiguió aplacar con diversos sacrificios y ofrendas. Allí se encontró con numerosos amigos y para mayor dolor suyo encuentra a su madre y así nos lo cuenta Homero en boca de Odiseo con lo que podemos ver cómo era la etérea y oscura vida de los muertos:
…cediendo a mi impulso,
quise al alma llegar de mi madre difunta. Tres veces
a su encuentro avancé, pues mi amor me llevaba a abrazarla,
y las tres, a manera de ensueño o de sombra cediendo a mi impulso,
se escapó de mis brazos. Agudo de dolor se me alzaba el pecho
y, dejándome oír, la invoqué con aladas palabras:
madre mía, ¿por qué no esperar cuando quiero alcanzarte
y que, aun dentro del Hades, echando uno al otro los brazos
nos saciemos los dos del placer de los rudos sollozos?
¿O una imagen es esto, no más, que Perséfona augusta
por delante lanzó para hacerme llorar con más duelo?
dije así y al momento repuso la reina mi madre:
hijo mío, ¡ay de mí!, desgraciado entre todos los hombres.
no te engaña de cierto Perséfona, prole de Zeus,
porque es esa por sí condición de los muertos: no tienen
los tendones cogidos ya allí su esqueleto y sus carnes,
ya que todo deshecho quedó por la fuerza ardorosa
e implacable del fuego, al perderse el aliento en los miembros;
solo el alma, escapando a manera de sueño, revuela
por un lado y por otro. Más vuelve a la luz sin demora,
que esto todo le puedas contar a tu esposa algún día
Esta impresionante historia mítica me la volví a encontrar hace pocos años cristalizada en un hombre dedicado a la medicina, poeta y músico, dotado de una exquisita sensibilidad y belleza, que después de muchos años de ausencia se acercó al lugar en el que con seguridad iba a encontrar a la única mujer que le salvaría de la muerte y que como él, era la depositaria de todo aquello que podía hacer feliz a cualquiera de los mortales.
Triste, con la barba que le asomaba, hacía ya, varios días, abandonado a su paso, lento y taciturno, y con los ojos semicerrados, casi ciego, se le veía deambular por el lugar, que en otro tiempo, se deleitaba con su buena conversación, su poesía y su música. Entraba en las librerías que encontraba, y leía algún libro de poemas en silencio, con lágrimas contenidas.
Muchos de sus mejores amigos, ya no estaban, y los habitantes que vivían en la ciudad ya no lo esperaban y satisfechos, le daban por muerto. Se encontró en medio de un inframundo, que sobrevivía gracias a su música y a su poesía, que ellos torpes e inexpertos se habían apropiado, adaptándolas a su modo de ser, en un intento de calmar su violencia y sus bajas pasiones.
Venía huyendo de la muerte que lo acechaba, hacía mucho tiempo ya, y todavía tuvo la suerte de esquivarla, con el previo aviso de la mujer que velaba por él en la distancia. Aún así, se enfrentaba a la parca de nuevo. Él, cada día de su vida, detestaba con frecuencia su sola mención y la rehuía con insistencia.
Pronto, por la ciudad, corrió la noticia de su llegada, y todos se escondían a su paso, temerosos de perder su tesoro, usurpando así, su personalidad. Solían andar al acecho de cualquier desgracia ajena y no ocultaban su regocijo, sabiéndose inmortales, (“ser inmortal es baladí, dice Borges en “El inmortal”, menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte, lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que pese a las religiones esa convicción es rarísima, israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad”), herederos de su música dulce y melodiosa y sus múltiples poemas. Muchos de ellos comerciaban con libros, otros vendían música y todos se habían enriquecido, él, en cambio, andaba errante, pobre y triste.
Poco a poco sus habitantes vieron como sus cantos perdían fuerza, los poemas escritos ya no expresaban su contenido, las páginas se iban borrando, las notas musicales corrían desaforadas, inarmónicas chirriaban con un aullido de desesperanza, sintieron que perdían el sentido de la vista y el sentido del oído. Medio ciegos y medio sordos, daban vueltas y más vueltas, inquietos y desazonados. Perdían dinero en sus mercaderías, iban así, volviéndose pobres y marginados, algunos, incluso, enloquecieron. Ellos también andaban errantes, pero ennegrecidos por el deseo de lo que tanto tiempo habían hecho suyo y que ahora, iba desapareciendo. Solo ella que caminaba a su encuentro aparecía entera, deslumbrante y alegre con la inesperada llegada.
Como Ménades enfurecidas arremetieron contra él y sus vestigios, le acorralaron con la envidia y él aparecía solo en medio del caos más virulento, hizo de su vida un devenir ordenado y cauto, se le veía con frecuencia pasear con su padre anciano lentamente, amado por diferentes mujeres era el punto de mira de los miserables, leía incansable sus poemas, y cuántos libros caían en sus manos, la mujer que había esperado encontrar velaba por él en ese tiempo y él sonreía agradecido y exultante cada vez que la encontraba, el misterio de su vida estaba en juego y todas las alimañas estaban al acecho: un amor no consumado ponía en peligro su vida.
El azote de la muerte les arrastraba con violencia y sin piedad, él todavía sufrió diferentes accidentes que le anunciaban el final, la tensión se respiraba en el ambiente, seres monstruosos y deformes los acosaban a los dos.
Uno de los monstruos asesinos lo estaba esperando para vengarse, había despertado de su sueño poético y desgarrado por la envidia, lo mató una noche, cuando taciturno y somnoliento regresaba de una guardia en el hospital, y como siempre se dirigía a su casa con un libro de poemas en una mano y en la otra el maletín con sus útiles de trabajo. Cuando ella se enteró de la noticia, supo que a ella le esperaba la misma suerte y huyó despavorida de ese reino de los muertos sin volver la vista atrás, con la amarga certeza de no volverlo a encontrar.
De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González
Foto: Orfeo saca a Eurídice del reino de los muertos
Jean Baptiste Camille Corot