"Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo."
Jorge Luís Borges
UNA TEMPORADA EN EL OLIMPO
Para la mitología griega el Olimpo era el hogar de los dioses olímpicos, los principales dioses del panteón griego, presididos por Zeus padre de todos ellos. Los griegos creían que en él había construidas mansiones de cristal en la que moraban los dioses.
El monte Olimpo (en griego Όλυμπος, transliterado como Ólympos, «el luminoso») es la montaña más alta de Grecia y segunda de los Balcanes (tras el Musala de Bulgaria. Situado entre las regiones griegas deTesalia y Macedonia. El pico más alto es el Mitikas (el más alto de Grecia, y el segundo, el pico Eskolio. El monte Olimpo es rico en vegetación, especialmente endémica.
Como ocurre con otros aspectos y elementos de la mitología, el número e identidad de los dioses que habitaban ese Olimpo (el llamado «Concilio de los Dioses») es impreciso de acuerdo con la tradición. Originalmente, parece que su número era de doce.
En ese recinto iluminado por el rayo fulminante de Zeus pasé gran parte de mi vida, pero soy mortal y como tal vivo sujeta a mis sueños, a mis temores, a lo efímero de los días, a la veleidad del destino, a zozobras oscuras y también a instantes de luminosa alegría . Mis sueños eran lo único que me quedaba en ese mundo de dioses empeñados en imponer su sacrosanta voluntad.
Un mundo de hombres y para reverencia de los hombres por parte de las mujeres que lo poblaban. Años de aislamiento en compañía de esos espíritus omnipotentes me llevaron en los rincones de mi mente, hacia el misterioso mundo de las palabras y en ellas encontré las de un autor que aunque contemporáneo siempre nos retrotrae a lo intemporal y eterno de los sueños, J. L. Borges, en su relato “El inmortal”, cuando llegó a la Ciudad de los Inmortales rica en baluartes, anfiteatros y templos, y cuenta lo que fue vislumbrando a través de su sueño, nos habla así:
La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas, cada acto que ejecutan puede ser el último, no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso.
Entre los inmortales en cambio cada acto y cada pensamiento es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es precisamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los inmortales. Los inmortales eran inmunes a la piedad, tampoco les interesaba el propio destino…
Todos los inmortales eran capaces de perfecta quietud. La inmortalidad es una especie de condena.
Leía con estupor estas líneas y pasó por mi imaginación en breves instantes esa negación de mi vida durante aquellos años, no ignoraba la prepotencia de los dioses griegos con los que forzosamente debía de convivir, su locura, sus desmanes, sus depravadas pasiones y disputas, sus complicadas relaciones antropomórficas, su obscenidad sin reparo, sus señales, sus premios y castigos, su jerarquía, ese paternalismo incesante que recaía sobre mí como una losa, más amante del mundo que imaginaba como el gineceo al que estaba acostumbrada en el pasado, lejos de esos hombres agresivos y vociferantes que me rodeaban y me condenaban al ostracismo llena de oprobio y maldiciones, nada podía hacer yo ante una suspicacia tan desmesurada, estaba condenada pagar por un destino aciago a todas luces incierto e impuesto.
Desde el soberbio Zeus, pasando por la amorosa Afrodita, y los dioses del inframundo, Hades, y Perséfone, con su cancerbero Caronte incluido, y demás deidades olímpicas como Apolo, Poseidón, Ares, Hefesto, Hestia, Artemisa, Demeter, Hera, Atenea y Hermes, hasta llegar al presuntamente liberador Dionisos y toda la genealogía divina contenida en la Teogonía de Hesíodo, configuraban un paisaje de crímenes impunes y de matrimonios y diferentes uniones, obscenos y depravados que sin ningún pudor se mostraban ante mis ojos con autoridad y arrogancia
Como bien apunta J. L. Borges en el texto referido, todos los inmortales son capaces de perfecta quietud; inmersa en esa quietud, hice de ella mi abrigo, y me limité a una convivencia íntima con la aparente versatilidad de las palabras, cuya condición de inmortales me permitía la única movilidad posible en medio de aquel inframundo poblado de dioses poseídos de sí mismos que arrasaban cualquier forma de pensamiento libre. Otra condición de los inmortales es su condena, y yo sin saberlo les estaba condenando a idéntico ostracismo manteniéndome fuera del Olimpo divino. Se les veía entonces deprimirse desalentados, mostrando de alguna manera su condición antropomórfica, tristes y melancólicos en medio de su solipsismo se identificaban con mi humana condición solitaria. Entonces, se mostraban compasivos cuando era bien evidente su indiferencia a la piedad, con el fin de mantener en pie sus prerrogativas.
Un mundo el del Olimpo muy aburrido y tedioso que lejos de suscitar la esperanza de un mundo nuevo para los hombres, reproducía los actos de los más vulgares humanos y lejos de contemplar la muerte que acosa nuestros frágiles días, conducen a sus muertos a la oscura morada que les espera y completamente ajenos a esa contingencia, se ahogan condenados a su soledad eterna.
De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González
Foto: El Olimpo. Andy Park