UNA LEVE LÍNEA AZUL
Estoy solo y no hay nadie en el espejo.
Jorge Luis Borges.
Leve línea azul que lejana nos separas del otro lado en donde
están otros muchos que como nosotros te contemplan.
Una línea suave en el horizonte nos separa, una línea frágil como
nuestros sentimientos, avanzamos por el
día y la ignoramos porque nos hiere y nos aleja, otras veces nos detenemos a
mirarla porque los hombres que viven al otro lado de la línea son los otros que
habitan nuestros días en silencio.
El otro que siempre nos acompaña sobre nuestra misma piel, nos acosa todos los días en el interior de la casa, en
nuestros sueños, en el paseo cotidiano, en el trabajo esforzado, el otro es ese
alguien siempre presente que nos habla en silencio que nos orienta en el
espacio que se extiende en el misterio del tiempo y que a duras penas
conocemos.
Hubo días agitados y
convulsos en la vida de una mujer joven en los que el otro se transformó en un ser
diabólico que buscaba venganza en su locura, una joven ingenua e inocente que
se dejó llevar por aquel torbellino de despropósitos: salía de su casa sin rumbo
y conducía su coche agitada, casi ciega, los vecinos le salían al encuentro con
el fin de avisarle, pues ella arriesgaba su vida en tiempo de nieve, las
ruedas de su coche con dificultad surcaban los huecos libres en la carretera y
descendía sobre una cuesta empinada, resbaladiza y abrupta, las gentes del
pueblo más cercano gritaban horrorizadas
al verla pasar como única transeúnte en aquella montaña escarpada, los hombres
de una gasolinera le advertían del día peligroso, pero ella avanzaba y huía sin
cesar del otro que acompañaba sus pasos;
sus oídos le zumbaban, sus manos manipulaban insensibles los mandos del
vehículo, sus frágiles piernas no alcanzaban el pedal del acelerador, lo
presionaba y tenía la sensación de que el coche no avanzaba, conducía en fin como una
autómata inconsciente, algunos otros
vehículos que se cruzaban más tarde en
su camino le hacían señales con las luces para llamar su atención, ella en su huida llegó
por fin a las autoridades de otro pueblo cercano, y así fue recorriendo pueblo
tras pueblo en busca de auxilio, quería denunciar que alguien la estaba
acosando hasta perder los estribos, pero no tenía nombre el otro, esos nombres
que nos diferencian de otros muchos otros bajo un orden establecido por
convención, no, ese otro no tenía nombre, hacía y deshacía a placer con su
persona, lo veía monstruoso en el espejo, recibía sus señales, en ocasiones se
mostraba amoroso y condescendiente, y ella siempre acababa rendida a sus
instancias como si estuviera bajo un hechizo, en ocasiones también imaginaba
que buscaba conchas en la playa y acudía a la orilla del mar en su busca en medio de la noche, y recogía en
una cesta muchas que luminosas en el agua del mar nocturno apagaban su luz al
llegar a casa, así siempre se desvanecía todo lo que soñaba, de vez en cuando
una lágrima de desilusión asomaba sobre su rostro y entonces esa noche no
dormía, esperaba el alba, conversaba y leía poemas en voz alta, la luz
artificial hacía guiños y el otro benevolente asentía con intervalos de luz a sus palabras, ella solo
esperaba el amanecer, no quería sus señales y apagaba todas las lámparas, intentaba
organizar su cabeza, repetía obras de autores de memoria, descansaba en fin
cuando comprobaba que su mente funcionaba con independencia de aquel otro, que era capaz de comprender que todo era
un mal sueño.
Una tarde sentada en su butaca, sintió el fuerte olor del fuego
que circundaba su casa, el otro le avisaba desde las luces en el interior,
resuelta salió de su casa y comprobó que era cierto, su casa estaba rodeada por
las llamas, los secos rastrojos de una
reciente siega ardían entre las carcajadas de unos vecinos que las cortaron.
Éste fue el motivo de su huida definitiva de la casa embrujada, salió decidida
a denunciar la fechoría, pero no tenía
sus nombres y la iban a tomar por loca, descendió la montaña y agotada pasó la noche en un descampado dormida en el
vehículo, a la luz del día nadie la creyó, el criterio general era que los vecinos
eran gente buena y honrada… alguien que
la vio conducir sobre los surcos de nieve afirmó que conducía enloquecida,
otros que la veían en la playa durante la noche, decían que ella era la única
capaz de acudir a la playa a esas horas, que siempre estaba sola, y que era un
ser inaccesible, que leía tantos libros que había perdido el juicio.
Pasaron aquellos días y el otro enmudeció, ella lo buscaba en el
espejo y tan solo encontraba su propio rostro, se detenía a escuchar sus
señales y un silencio aterrador la rodeaba, nunca quiso acoger las órdenes del
otro y él acabó por abandonarla al triste vacío de la realidad.
Ahora sabe que esa línea leve
y azul que se extiende sobre el
horizonte la separa de muchos otros que ahora habitan en sus sueños, en extensiones
de colores con formas luminosas, en texturas de diferentes gamas azuladas, en
las letras de sus libros, de figuras en arrullo que se mecen sobre el mar en medio de un mundo fantástico que se traduce
en aliento y esperanza, en un sosiego libre de incendios, de las señales de
aquel otro mundo de pesadilla. Ahora sabe que ella misma es ese otro y prefiere ignorar que siempre está presente.
Pintura: Eduard Hopper.
Balandra
con marejada 1935
Acuarela
sobre el grafito
De: Silencios en otoño
De: Silencios en otoño