LA ANFITRIONA
Llegué a la ciudad, después de un largo trayecto que bordeaba la costa y cuando
el verano se hacía sentir cálido y luminoso. Era una ciudad costera, atravesada
además por un ancho río surcado por pequeñas embarcaciones y cubierto con
numerosos puentes. ¡Mañana radiante aquella!, calles muy cuidadas y amplias,
pobladas por un entramado de pequeñas
tiendas en las que se podía comprar té de todas clases, sabrosos frutos secos,
joyas y prendas exóticas de colores
variopintos, cesterías y comercio de muebles antiguos. Al llegar a una pequeña
plaza descendiendo a través de unas escaleras de piedra se llegaba a un extenso
mercado con toda la variedad de alimentos a la venta que visitaría con
frecuencia. Llena de vida se extendía a mis pies y contaba además con un
hermoso puerto de mar.
La zona además, en una extensión de pocos kilómetros contenía fantásticos
castillos que sin duda visitaría en compañía de mi anfitriona, una joven
licenciada en lengua española por la universidad de Lyon ávida de perfeccionar
su recién estrenada lengua, para ello contaba con numerosos amigos con los que
nos reuníamos de vez en cuando. Al poco tiempo de llegar se organizó un viaje
que recorría la ruta de los castillos. Un hombre misterioso y sabihondo nos
acompañaba, su mirada desvaída, sus manos huesudas y largas, de talla esbelta y
muy resuelto en su forma de moverse.
Pronto se erigió como cicerone y en el transcurso del trayecto iba tomando
posición de líder cada vez con más insistencia, paramos en el primer pueblo de
la ruta a tomar un refrigerio y deambular por aquellas calles empedradas cuando
amenazaba tormenta, nos iba contando múltiples historias antiguas sobre los
antepasados que habitaron el castillo que el hombre conocía en profundidad,
nosotras le escuchábamos con atención sin perder ningún detalle y cuando nos
encaminábamos hacia el castillo el hombre desapareció dentro de una nube de
polvo dejándonos solas en medio de un paraje sin perspectivas, intentamos
regresar en busca de nuestro vehículo aparcado y comenzamos a dar vueltas y más
vueltas en un camino sin sentido. Agotadas y sumidas en una oscuridad
espantosa, decidimos hacer un alto en un recodo del camino, así permanecimos abrazadas durante toda la noche.
Al amanecer vimos que nos
encontrábamos a las puertas de un enorme castillo que un cicerone nos abrió
para que entráramos y contempláramos las diferentes estancias, –tal vez el
cansancio o quizás el terror de la desorientación fueran tan fuertes como para
creer en alucinaciones–, el lugar y las
historias fantasmagóricas que habíamos escuchado al hombre se prestaban a ello,
tal era el ambiente inquietante que nos embargaba, después de pasar una noche horrible contemplábamos el interior del castillo con la
lasitud y la indiferencia provocadas por el estupor y el cúmulo de las
impresiones, rogamos sin más al cicerone
que nos indicara la salida.
De regreso llegamos a la ciudad que se encontraba en
fiestas y no volvimos a saber nada del
hombre que nos acompañó, cuando mi amiga
me contó cómo le había conocido una tarde de invierno, añadió que no recordaba
haber visto nunca al hombre cuando llegaba la noche y señaló que siempre lo
veía de día, que tampoco conocía su casa y todos ignoraban sus costumbres y en todas las reuniones en las que participaba
era él quien dominaba la situación si se trataba de temas relacionados con la
historia de la ciudad.
Una noche salí para participar de una fiesta multitudinaria, en la que
recorríamos la ciudad todos los presentes enlazados por las manos disfrutando
de la música, los fuegos artificiales, la comida y la bebida en abundancia,
cuando nos encontrábamos cerca del puerto vi que el hombre que asía mi mano derecha era el
mismo que nos llevó a visitar el castillo, se soltó de la comitiva y me arrastró
a través de un camino que orillaba el puerto, lleno de humedad adherida al
empedrado de las casas que rezumaban oscuras a uno de los lados, entramos en
una de ellas y otro hombre igualmente misterioso y siniestro nos anunció: –la reunión acaba de comenzar–,
y al mismo tiempo nos proporcionó un arma, yo, aterrada y confundida por las circunstancias, quise huir de ese lugar
despavorida, pero en la entrada ¡cual no fue mi sorpresa! estaba ella para
impedírmelo, mi anfitriona.
De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González