Una
cuestión de azar
…decidí al principio mirar y no empezar
nada serio aquella tarde, pues si ocurría algo sería fortuitamente y a la
ligera. Tal era mi convicción en aquellos momentos.
“El
Jugador”, Fiódor Dostoievski
Una
timba de cartas juegan algunos pescadores cansados que no salen en este día a
la mar, desde los amplios cristales se divisan a lo lejos unos hombres en hilera uniformados y enfundados
en sus trajes de neopreno hasta la cabeza, unos se sumergen a pleno pulmón otros cargan con
botellas de oxígeno con el fin de aguantar una mayor profundidad en busca del
antiguo naufragio cargado de ánforas romanas, cofres hundidos y envueltos entre
las algas, inscripciones antiguas sobre oro y plata ennegrecidos, recuerdos de
algunos de los difuntos de los tripulantes, grandes anclas enmarañadas con la
flora marina, van en busca de sus tesoros, investigan impacientes las
sorpresas.
Los jugadores sentados ese atardecer frente al
enemigo que tienen que abatir, cargados con el humo del tabaco y vino en
abundancia comentan entre dientes –¡qué gran pérdida de tiempo!, ¡ese barco ha
conocido las antiguas columnas de Hércules, y no atesora más que los despojos de un
naufragio!–, y al decir naufragio, a uno de ellos le rechinaron los dientes
como si la sola mención le evocara “la innombrable” con aprensión contenida,
una mueca de desdén se dibujaba en el rostro adusto de su compañero febril bajo
su gorra calada y ansioso de ganar, en la partida se jugaban quien sería el
próximo en enfrentarse a la pesca en alta mar al día siguiente y un vago presentimiento
hizo que lanzara sus cartas con ímpetu sobre la mesa. Los amigos se
sobrecogieron y recobraron las furiosas fuerzas de la acción frente a la evocación
secreta del día por llegar.
Lejos están aquellos días en los que un
encuentro desafortunado le arrojó a la soledad y al desencanto, su ardiente
mirada cargada de deseo se posó tal vez en unos ojos esquivos que huyeron como
él hacia otros lugares hacia otros mares.
Siente
llegar el final como contempla el destello del sol al caer en el horizonte y
romperse sobre las olas, no le gustan los adioses porque los adioses no
vuelven, como tal vez nadie vuelva desde ese lugar recóndito del tiempo. Atrás
queda el día soleado y ardiente en el que muchas miradas desviadas le apartaban
de la vida. Toda la plenitud que devoró en su juventud, toca a su fin en estas lides.
Llegan
en bandadas a la playa y se posan con suavidad en la orilla, inclinan su cerviz
sobre despojos humanos y se abaten sobre la golosina voraces y hostiles unas
contra otras las gaviotas, a lo lejos pájaros negros y blancos extienden sus
alas hacia los últimos resplandores del sol que va cayendo suavemente en el
centro de la luz mortecina de la tarde, después de haberse sumergido en el agua
el tiempo necesario para su placer, pasan el día vagando por el lugar en busca
de alimento, los peces se ocultan de su embestida ágil y rápida sobre las aguas
y nadan veloces hacia otros mares, otras aguas.
Los
perros irrumpen con su brío sobre la arena y un revoloteo de alas blancas y
negras se alza en el azul del cielo, adiós a los despojos, adiós a los peces,
las horas pasan y en este atardecer
misterioso y lleno de ecos, regresan las aves a la playa más próxima a la
bahía, permanecen silenciosas, expectantes, un hombre también silencioso las
contempla desde la orilla y se funde con ellas y su esperanza, un hombre
callado y taciturno, lleva los brazos caídos a lo largo de su enflaquecida
sombra, es el hombre que temprano va a surcar la mar en su lancha en busca de
su sustento, mira hacia el poniente y comprende la laxitud del mar en esas horas
atentas en la víspera de un día de faena.
Y
allí, con los naipes arrojados sobre las burdas manos extendidas se hallaba
ella, “la innombrable” escrita tácitamente en los iconos de las cartas.
Foto:Los jugadores de cartas.
Cezanne 1892
De: Silencios en Otoño
De: Silencios en Otoño