LA CASA DESHABITADA
Ser
lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser es la única
finalidad de la vida.
ROBERT LOUIS STEVENSON
Todos los días pasaba por la calle estrecha en la que se encontraba su
casa, un hombre en extremo delgado con unas gafas de concha y un macuto cargado
sobre sus hombros.
El hombre vivía al final de la calle en donde había nacido, su caminar era ágil y parecía cimbrearse sobre
sus enflaquecidas piernas con un paso muy ligero y cierto aire de ausencia en
su rostro, con la mirada al frente —como si no viera nada más que el horizonte—.
La calle se iluminaba a un lado y el paso del hombre se dibujaba en la
acera de enfrente en donde no lucía el sol a las horas en que regresaba a su
casa.
Asomada a una ventana pequeña ella lo veía aparecer de vez en cuando por
casualidad como un transeúnte más en medio de una vecindad siempre alborozada,
se mantenía discreta y habitaba en el lugar con absoluto secreto ignorada por
los demás vecinos. Pasó mucho tiempo hasta que lejos de esa calle conoció al
hombre que se mostró solícito y encantado
con el encuentro de su vecina.
A partir de entonces solía visitarla con cualquier excusa, siempre cargado
de libros que guardaba en su macuto y muy locuaz, había decidido tomar café en
su casa con asiduidad, maravillado y sorprendido por la música que sonaba en
aquella casa y la habitación repleta de libros.
Se hicieron buenos amigos y conversaban sobre temas de su interés como la
cosa más natural del mundo. Cada día la sorprendía con un nuevo volumen, con
una nueva música y le robaba así un poco de su tiempo.
El hombre divulgó por toda la ciudad su descubrimiento, – ¡tantos años
pasando delante de esa casa y yo sin enterarme!... –solía comentar con
vehemencia–
Las notas musicales siempre nos trasladan a otro tiempo y combinadas con
los libros nos evocan sueños sin fin y él, ¡tan pasional!, se dejaba arrastrar sin
medida en la casa encantada. Pronto deseó trasladar su hallazgo a su morada,
hizo reformas y todas ellas lo evocaban, llegó incluso
a desear vorazmente acostarse con su anfitriona, adoptó todas las
señales de su personalidad, incluso se trasladó de vivienda y como era hombre
que gustaba de divulgar sus sentimientos y conocimientos intelectuales, se
rodeaba continuamente de gentes que invitaba solícito a su casa con el fin de
provocar en ellos idéntico impacto.
Como el tiempo no pasa en vano, ella abandonó su morada y se invirtieron
los términos, ahora era ella la que disfrutaba de una casa ajena y como se
trataba de una réplica de la suya que añoraba en aquellos
días de su vida, de vez en cuando visitaba a su amigo al que encontraba sumergido
en grandes proyectos que nunca
finalizaba, y siempre con música de fondo que le enardecía con el compás
apasionado de su espíritu, sin importarle en absoluto su selección, sin embargo
–el marco era perfecto y lo habitaba un hombre por completo desquiciado—.
Un día le encontró en la calle con muy mal aspecto, grandes ojeras se
dejaban ver a través de sus lentes y un color macilento en la piel le confería
una presencia de desfallecimiento abotargado, daba la impresión de que
reventaba por dentro.
Al cabo de tres días como de costumbre, visitó a su amigo, nadie contestó a
su puerta, la casa despedía un extraño olor cadavérico, y sonaba sin cesar la
música a todo volumen como si se tratara de un disco rayado. En adelante ella decidió caminar con su casa a cuestas por
la zona iluminada de las calles y prescindir de visitas entusiastas a la hora del café.
De: Claros Y sombras
Mercedes Vicente González