martes, 5 de marzo de 2013

EL SECUESTRO













EL SECUESTRO

La buena fortuna hizo todo lo demás... ...

Después de un viaje muy largo llegamos a París en donde hicimos transbordo y nos encaminamos a nuestro lugar de destino, un pueblecito del norte de Francia, contiguo a Ri, el lugar de las andanzas de la protagonista de Flaubert.
Nos apeamos en un cruce de caminos donde todo estaba desierto, y no había nadie, ni siquiera trabajando en los campos. Cargados con nuestras mochilas, nos sentamos a esperar al encargado de los pormenores del  Campo de Trabajo, venía él personalmente a recogernos.
Llegó en un coche blanco, destartalado, con el pelo muy largo y muy desaliñado, nos saludamos cortésmente y subimos al vehículo rumbo a ese lugar que nos estaba esperando, en donde nos íbamos a encontrar con otros amigos de otros países de lo más variado, de Londres, de Italia, canadienses, belgas… españoles, éramos nosotros cuatro.
Nos alojamos en la Mairie, un viejo edificio que en otro tiempo fue el Ayuntamiento. Nos recibieron, muy distantes, los demás encargados del centro junto con el  que hacía las veces de jefe a la cabeza, un mozalbete muy alto y rubio, también con el pelo largo, sin afeitar y con unos ojos verdes espectaculares.
 Nos sentaron a todos a la mesa y nos sirvieron, en medio de un enjambre de idiomas, una cena típica del país. Todos teníamos escrita en el rostro la ilusión de la aventura...
Terminamos de cenar y nos dirigimos hacia nuestro dormitorio, que más parecía un barracón de un campo de exterminio, provisto de una hilera de hamacas, a modo de catres para dormir y sin ningún tipo de intimidad. Entonces, nos leyeron en un francés muy cerrado, las normas del Campo, y nos mostraron una habitación en donde encontraríamos alimento siempre que lo necesitáramos.
Había que madrugar muchísimo y trabajar de sol a sol. El objetivo era reconstruir un castillo del siglo XV que había sido abatido en el desembarco de Normandía. De cuatro torres que tenía, sólo quedaba en pie, media torre y estaba lleno de escombros que recogíamos en carretillas que pesaban una enormidad. El trabajo era durísimo, maçonerie,  pura y dura.
El jefe se sentaba a la cabecera de la mesa, desde donde nos contemplaba a todos con sus enormes ojos verdes, y yo, que estaba sentada justo en la cabecera opuesta, recogía sus miradas cada día más encendidas. No pasaron ni tres días, y uno de esos días, cuando nos vino a despertar, era él quien lo hacía de viva voz, arreando al rebaño, que éramos nosotros,  me dijo a mí cuando me levantaba:”No, tú no, tú puedes dormir lo que quieras”…
De esta manera yo aparecía en el campo dos horas más tarde que mis compañeros, dispuesta a cargar con carretillas,  ante el asombro de todos los demás que no dejaban de hacer bromas…
Pronto llegó al campo un joven parisino, muy agradable y miope que era profesor de matemáticas, con el que hice enseguida amistad y se sentaba a mi lado en la mesa.
Todas las actividades del campo eran dirigidas con vehemencia por el jefe, autoritario y caprichoso y con traza de ser “un enfant terrible”, excursiones, visitas a iglesias, visitábamos también otros pueblos cercanos, la catedral más próxima… Su mirada permanecía fija en  la mía sin cesar y cada día más encendida, él, me colmaba de privilegios... 
Una noche nos sacó a todos del barracón y nos condujo a través de caminos intrincados, con una incesante música de grillos y especialmente oscura, en una excursión interminable en la que no parábamos de dar vueltas y más vueltas sin destino aparente. Mi compañero parisino que tenía un sentido de la orientación nada desdeñable, me propuso salir del redil y tirar por otro camino a través del cual llegamos, agotados, a la Mairie que encontramos cerrada, allí estaba sentado, sobre un banco de piedra, el segundo en autoridad en el Campo. Muy decidida me acerqué a él y le pedí la llave, no me la dio sino que él mismo nos abrió la puerta y la dejó abierta, entramos a descansar y todo estaba vacío... echábamos de menos a nuestros compañeros que imaginábamos todavía dando enloquecidas vueltas...
Dormimos algo inquietos pero muy cansados, y cuando despertamos, vimos aterrorizados, que no había venido nadie, y que la Mairie estaba cerrada a cal y canto. El amigo parisino sospechaba que todos habían abandonado el campo pero no, todavía sus cosas estaban allí, y lo que nos estaba pasando, constituía una encerrona. Como era muy listo y bastante hábil intentó abrir cuidadosamente la puerta, y lo consiguió, en ese momento llegaba el encargado de la provisión de leche y queso, visiblemente azarado, nosotros, aturdidos también y apresurados, nos disponíamos a salir enseguida de ese lugar que en medio de un día gris y lluvioso, había tomado el aspecto más siniestro, mi amigo me instaba a salir muy deprisa y  casi sin saludar al anciano, salimos rumbo a la carretera por ver si pasaba algún coche que nos llevara a la estación más cercana, de pasada, vimos aparecer al jefe, que venía de su casa y se dirigía a la Mairie, aceleramos el paso y vimos como hacía un alto en su bicicleta y nos miraba con insistencia, estaba claro, él  había abandonado a su suerte a todos nuestros compañeros que en esos momentos seguían dando vueltas tratando de encontrar la salida...
Nosotros llegamos ya tranquilos a París y nos dimos un paseo por la ciudad y cada vez que yo le preguntaba a mi amigo por el incidente, con un gesto de terror en el rostro y llevándose el dedo a la boca me respondía
 — ¡chiisttt¡ –mejor olvídalo–....