martes, 2 de abril de 2013

EL MANTO DE ANTÍGONA


 

 
 
 
EL MANTO DE ANTÍGONA

 

El lenguaje adquirió y el pensamiento

que corre más que el viento,

y el temple vario en que el vivir estriba

del hombre en la ciudad.

Y no hay dolencia que le salga al paso

que a soslayar no acierte.

De sólo un mal no escapa: de la muerte.

 

“Antígona”  de Sófocles, fragmento del  coro

 

Una fría mañana de invierno, una mujer vestida con ropa negra y cargada con una maleta muy antigua llamó a la puerta de una casa que le habían recomendado para trabajar. Venía de un pueblo entre montañas en donde todos sus parientes habían abandonado ya este mundo y contaba con la única compañía de su caballo, un perro y otros animales de labranza.

Una señora muy distinguida y bella le abrió la puerta, y la recibió mirándola con insistencia sorprendida de no hallar lo que esperaba y temerosa de que su marido la rechazara, pues él tenía por norma no contratar empleados de escasa belleza o ninguna,  y la mujer presentaba un aspecto de misterio que sobrecogía al instante, con una barbilla prominente que hundía su boca en una mueca extraña y una nariz aguileña y ganchuda, y sin embargo poseía también una mirada tierna y comprensiva.

La señora de la casa le explicó a la mujer que su cometido sería cuidar de sus hijas pequeñas en su ausencia y que los restantes trabajos de la casa los desempeñaban ya otras mujeres, su marido la miraba receloso y con un gesto de desagrado, pero ante la insistencia de la esposa preocupada por sus vástagos accedió de mala gana a contratarla ya que los informes la describían como una mujer de confianza que contaba con sus propios recursos y únicamente se encontraba en la ciudad con la intención de dejar atrás su soledad en las montañas.

La señora la alojó en una habitación cerrada con una única salida al exterior, una pequeña ventana que daba a la carbonera y un paisaje de hollín impregnaba el ambiente, le advirtió que sus hijas eran muy pequeñas aún, pero sería una tarea fácil de llevar porque eran muy dóciles y obedientes. La informó a cerca de las normas de la casa y se fue en busca de las pequeñas para presentárselas.

Conectó enseguida con una de ellas a la que maravillaban los relatos de misterio y prometió a la niña contarle muchas historias fantásticas de su tierra.

Cuando llegó la hora de dormir y la señora de la casa hacía su recorrido habitual por las habitaciones con el fin de comprobar que todo se encontraba en perfecto orden, comprobó que en la habitación de la nueva habitante de la casa, se oían murmullos que denotaban una ajetreada actividad, pensó que se debían esos murmullos a que se estaba instalando y no le dio mayor importancia.

Su marido que vivía rodeado de mujeres que intimidadas por su presencia agresiva, se recogían en su intimidad y sus quehaceres en la cocina, incluso las niñas lo evitaban y también buscaban ese refugio femenino, mujeres que con dignidad asombrosa entonaban sus cantos y  resonaban por toda la casa los ecos bulliciosos y alegres cargados de viejas historias que cubrían de sombras el ceño del señor. Él  dominaba la situación y comenzó a hacer comentarios desagradables sobre la mujer, reprochándole a su mujer cuando se iban  a dormir su mal gusto a la hora de elegir a sus empleadas.

Así pasaron muchas noches y los murmullos continuaban, la señora muy intrigada miró una noche por la ranura de la cerradura y vio cómo la mujer rodeada de un coro de sillas vacías y a la luz de una vela conversaba en voz alta y expresaba sus temores en aquella casa con mucha aflicción. Preocupada por sus hijas, abandonó la visión que había tenido y no le dijo nada a su marido, se acercó a la habitación de sus hijas y encontró a una de ellas haciendo lo mismo que la mujer, conversando y soñando en voz alta. Se trataba de una experiencia que se repetía en esa casa por tercera vez, las últimas mujeres que había  contratado acabaron todas conversando solas en su habitación y se llenó de sospechas buscando la causa, ella misma parecía un fantasma vigilando por las noches, solo él marido roncaba a pierna suelta después de haber blandido su fusta de improperios y órdenes durante el día  a la congregación femenina que tenía lugar todos los días en ese recinto sagrado.

Pasó el tiempo y las niñas crecieron, una de ellas muy interesada por la suerte que había corrido la mujer que la protegía todas aquellas noches de ensueño, preguntó a su madre, y ella con una dureza sorprendente, convencida de la negativa influencia que la mujer había ejercido sobre la niña, contestó: –acabó sus días loca y muerta– como todas las mujeres que contraté en aquellos años–dijo con desprecio– como viéndose libre del embrujo, y añadió–¡ten mucho cuidado de que no te ocurra a ti lo mismo!

Su hija se alejó de nuevo de esa casa con tristeza y con la nostalgia de ese tiempo se envolvió sin ningún temor en el manto negro de la mujer, que la arropaba con sus historias todos los días de su vida.

 

De: Claros y Sombras

Mercedes Vicente González

Foto: Antígona