EL
MANTO DE ANTÍGONA
El lenguaje adquirió y el pensamiento
que corre más que el viento,
y el temple vario en que el vivir estriba
del hombre en la ciudad.
Y no hay dolencia que le salga al paso
que a soslayar no acierte.
De sólo un mal no escapa: de la muerte.
“Antígona” de Sófocles, fragmento
del coro
Una
fría mañana de invierno, una mujer vestida con ropa negra y cargada con una
maleta muy antigua llamó a la puerta de una casa que le habían recomendado para
trabajar. Venía de un pueblo entre montañas en donde todos sus parientes habían
abandonado ya este mundo y contaba con la única compañía de su caballo, un
perro y otros animales de labranza.
Una
señora muy distinguida y bella le abrió la puerta, y la recibió mirándola con
insistencia sorprendida de no hallar lo que esperaba y temerosa de que su
marido la rechazara, pues él tenía por norma no contratar empleados de escasa
belleza o ninguna, y la mujer presentaba
un aspecto de misterio que sobrecogía al instante, con una barbilla prominente
que hundía su boca en una mueca extraña y una nariz aguileña y ganchuda, y sin
embargo poseía también una mirada tierna y comprensiva.
La
señora de la casa le explicó a la mujer que su cometido sería cuidar de sus
hijas pequeñas en su ausencia y que los restantes trabajos de la casa los
desempeñaban ya otras mujeres, su marido la miraba receloso y con un gesto de
desagrado, pero ante la insistencia de la esposa preocupada por sus vástagos
accedió de mala gana a contratarla ya que los informes la describían como una
mujer de confianza que contaba con sus propios recursos y únicamente se
encontraba en la ciudad con la intención de dejar atrás su soledad en las
montañas.
La
señora la alojó en una habitación cerrada con una única salida al exterior, una
pequeña ventana que daba a la carbonera y un paisaje de hollín impregnaba el
ambiente, le advirtió que sus hijas eran muy pequeñas aún, pero sería una tarea
fácil de llevar porque eran muy dóciles y obedientes. La informó a cerca de las
normas de la casa y se fue en busca de las pequeñas para presentárselas.
Conectó
enseguida con una de ellas a la que maravillaban los relatos de misterio y
prometió a la niña contarle muchas historias fantásticas de su tierra.
Cuando
llegó la hora de dormir y la señora de la casa hacía su recorrido habitual por
las habitaciones con el fin de comprobar que todo se encontraba en perfecto
orden, comprobó que en la habitación de la nueva habitante de la casa, se oían
murmullos que denotaban una ajetreada actividad, pensó que se debían esos
murmullos a que se estaba instalando y no le dio mayor importancia.
Su
marido que vivía rodeado de mujeres que intimidadas por su presencia agresiva, se
recogían en su intimidad y sus quehaceres en la cocina, incluso las niñas lo
evitaban y también buscaban ese refugio femenino, mujeres que con dignidad
asombrosa entonaban sus cantos y
resonaban por toda la casa los ecos bulliciosos y alegres cargados de
viejas historias que cubrían de sombras el ceño del señor. Él dominaba la situación y comenzó a hacer
comentarios desagradables sobre la mujer, reprochándole a su mujer cuando se
iban a dormir su mal gusto a la hora de
elegir a sus empleadas.
Así
pasaron muchas noches y los murmullos continuaban, la señora muy intrigada miró
una noche por la ranura de la cerradura y vio cómo la mujer rodeada de un coro
de sillas vacías y a la luz de una vela conversaba en voz alta y expresaba sus
temores en aquella casa con mucha aflicción. Preocupada por sus hijas, abandonó
la visión que había tenido y no le dijo nada a su marido, se acercó a la
habitación de sus hijas y encontró a una de ellas haciendo lo mismo que la
mujer, conversando y soñando en voz alta. Se trataba de una experiencia que se
repetía en esa casa por tercera vez, las últimas mujeres que había contratado acabaron todas conversando solas
en su habitación y se llenó de sospechas buscando la causa, ella misma parecía
un fantasma vigilando por las noches, solo él marido roncaba a pierna suelta
después de haber blandido su fusta de improperios y órdenes durante el día a la congregación femenina que tenía lugar
todos los días en ese recinto sagrado.
Pasó
el tiempo y las niñas crecieron, una de ellas muy interesada por la suerte que
había corrido la mujer que la protegía todas aquellas noches de ensueño,
preguntó a su madre, y ella con una dureza sorprendente, convencida de la
negativa influencia que la mujer había ejercido sobre la niña, contestó: –acabó
sus días loca y muerta– como todas las mujeres que contraté en aquellos años–dijo
con desprecio– como viéndose libre del embrujo, y añadió–¡ten mucho cuidado de
que no te ocurra a ti lo mismo!
Su
hija se alejó de nuevo de esa casa con tristeza y con la nostalgia de ese
tiempo se envolvió sin ningún temor en el manto negro de la mujer, que la
arropaba con sus historias todos los días de su vida.
De:
Claros y Sombras
Mercedes
Vicente González
Foto:
Antígona