martes, 19 de marzo de 2013

TIERRA DESOLADA










TIERRA DESOLADA
 
Es necesario reivindicar el derecho de soñar. Quizá pueda parecer, a primera vista, un derecho de poca monta. Pero, si se reflexiona sobre ello, aparecerá como una gran prerrogativa. Si el hombre es capaz todavía de nutrir ilusiones, ese hombre es aún un hombre libre.

Antonio Tabucchi. El siglo XXI, balance y perspectivas. 1991
 
Cuando salió de su casa aquel día soleado de agosto y se encontró frente a la ciudad deshabitada en medio de un calor sofocante, cavilaba cabizbajo sobre el entorno que le rodeaba, como si  la yerma meseta le invitara a concebir otros parajes no explorados, otras perspectivas… y en su interior estallaran los sueños. Su trayecto era el habitual, de sol a sol recorría en silencio  esos lugares que se le clavaban en las entrañas y el deseo de partir cada vez más imperioso.
Era una agonía hermanada con las plantas agostadas, los árboles ennegrecidos por el sol ya secos, la tierra áspera revoloteando en nubes de polvo, las piedras del río ya no brillaban al sol, los estanques de los parques aparecían vacíos, los animales agotados por el calor desfallecidos dormitaban, una tierra sin historia envolvía el asfalto por el que habitualmente transitaba.
La vida hirviente y bulliciosa se rebeló en su interior al anochecer.
El viejo sombrero ladeado sobre la sien y un pitillo que humeaba entre los labios. La figura esbelta cubierta con largos pantalones de ante también envejecido, resuelto  y duro caminaba en la fría noche hacia la estación de ferrocarril  con los ojos semicerrados a causa del humo y cargado con una gran bolsa de viaje el hombre.
La ciudad iluminada quedaba atrás mientras él se iba hundiendo en la zona más oscura de la calle y a lo lejos titilaban las luces del ferrocarril. Ya no esperaba nada, se había despedido definitivamente de su habitual entorno y para ello decidió salir con su rostro cubierto. Un encuentro fortuito, una palabra entonces le hicieron soñar su futuro, arrojó el cigarrillo al suelo con desdén, y subió al tren.
Hombres y mujeres se encontraban en su compartimento y un gesto de amargura se dibujaba en su rostro ansioso de cruzar la frontera. En el momento en que el tren resonó con su silbato, como si de pronto atisbara una sombra en el andén que le reclamaba, descendió y muy consternado aceleraba el paso en dirección a su  eterna morada como si nada hubiera pasado y nada entorpeciera su camino, después de todo, extranjero como se sentía, en otro país le embargaría sin duda  la misma  sensación.
Al atravesar el dintel de la puerta entornada de su casa, en su interior ella se encontraba entre las luces temblorosas de las velas, –perdón –dijo él, confundido por el encuentro, – había olvidado las llaves, —aire fresco nos sentará bien… la joven con actitud resuelta se levantó de su asiento y le acompañó en silencio, por las calles nocturnas de la ciudad.
 Cuando divisaban la estación le dijo: – ¿sabes? –Cuando me siento como tú –suelo pasear durante la noche por el andén con la secreta ilusión de desaparecer–, hoy he preferido esperar tu regreso… enlazados en un abrazo trepidante se encaminaron hacia la estación, libres de carga, jocosos y firmes,  envueltos en una nube de sueños y con el estruendo silbante del primer tren se hundieron en la tierra que habitaban sus sombras.
De: Mercedes Vicente González
Foto: "El enigma de un día" Giorgio Chirico