El embargo
Un
tumulto de pasos se acercaba por la escalera. Hombres armados de tijeras,
martillos y alicates que brillaban en la penumbra incipiente del atardecer, con
paso cansino y pesado, enfundados en sus tristes uniformes al final de un día
de trabajo, llegaron como un séquito en hilera y un hombrecillo pequeño y
enjuto portando un estúpido papel en las manos dirigía la marcha.
Los montones de cajas se hacinaban dentro de
la casa, era difícil saber si en ellas se guardaban cosas de valor que
sirvieran para resarcir una deuda que sobrepasaba con mucho el valor de varias
casas como esa. La habitaba un ser de aspecto frágil y pensamiento recio.
Sonó el timbre con insistencia, las estancias
de la vivienda se recortaban en diferentes planos, siempre regadas con las
cajas en hilera y torres que ocultaban otras habitaciones que en su día
debieron ser lugares acogedores y hogareños poblados de niños y animales que
hacían las delicias de una familia. Sobresaltado por el timbrazo, su habitante
acudió a descorrer los dos cerrojos que bloqueaban la puerta. El hombrecillo en
primer plano le extendió el papel: “DILIGENCIA EJECUTIVA”, resaltaba en la
parte central superior de la hoja.
Pronto
iban apareciendo a intervalos, los amigos que tantas veces habían cargado con
esas cajas para llevarlas a diferentes emplazamientos, según dictaba el devenir
errático de su anfitrión, poco a poco iban acomodándose en diferentes salas y
en voz alta dirigían al tropel de trabajadores armados hasta los dientes. El
astuto hombrecillo, dio la orden de abrir caja por caja con la visible sospecha
de que se tratara de una trampa, ya que las pocas que habían abierto no
contenían a su juicio más que bagatelas y más cosas sin importancia y no merecía la pena
cargar con ellas.
El
dueño de la casa corría de acá para allá presa de un furor exacerbado, y al
mismo tiempo protegía sus enseres con consternación. – No van ustedes a encontrar
lo que buscan, –déjenme en paz, y reclamen al causante de estos desmanes.
El
hombrecillo hacía caso omiso al hombre que le interpelaba, y con lo primero que
encontró semejante a una vara de hierro comenzó a revolver en las cajas y
despegar sus adhesivos, descubrió muy bien alineados unos libros encuadernados
en tela, flamantes, que ofrecían a la vista el único placer de lo nuevo entre
tanto trasto inútil, –¡Oh! No, no toque
eso, a usted qué le importa, y el azarado anfitrión recogió unos pocos
ejemplares y se los acercó a un amigo que fumaba con desdén en la más íntima de
las habitaciones, mientras tanto el hombrecillo consideraba el valor de lo
hallado y daba la orden de cargar con ello, así fueron poco a poco apropiándose de cuántos
libros iban encontrando con buen aspecto, y desdeñando los más viejos o
deteriorados.
Los
hombres mostraban cansancio y hastío y un aburrimiento rayano en la indiferencia,
pero el hombrecillo estaba allí, haciendo cábalas y cuentas con el fin de
ejecutar a la perfección el embargo.
La
casa con aspecto revolucionado, poco a poco se iba vaciando, al mismo tiempo,
nuestro héroe se iba derrumbando y lloraba amargamente su pérdida–lo único que
realmente había amado en su vida eran sus libros, se sintió por un momento
objeto de una risa del destino, él siempre pobre, perdía ahora, expuesto como
estaba como rehén de una deuda ajena que había servido de lucro para unos pocos
culpables, lo mejor de su vida, su única riqueza, lloraba amargamente y
maldecía su sino, contempló las estanterías desnudas, y las paredes comenzaron
a reverberar con el eco, sus amigos le miraron compasivos e hicieron corro a su
alrededor y lo abrazaron con fuerza, unos tomitos encuadernados en tela estaban
en el suelo y se habían salvado del saqueo, junto a ellos deambulaba un
habitante secreto de la casa, un enorme arácnido con patas peludas y negras
cuya visión justo en ese momento, hizo que se despertara.
De: Silencios en Otoño
De: Silencios en Otoño