PENDIENTE DE UN HILO
Cerrarás los ojos para no mirar por los cristales
la noche y sus negras muecas,
los monstruos amenazantes, lobos negros, negros diablos
como muchedumbre atroz
Sueño para el invierno
Arthur Rimbaud
No apagará el invierno con el viento las palabras, la luz infinita de estos días seguirá viva en la memoria, encenderá un presente cargado de hojas secas como páginas de un libro, de espejos con su reflejo y de lienzos blancos en los que escribir su ausencia.
Se hendía la pluma sobre el papel áspero dibujando los signos con un sonido que raspaba los oídos. El sueño se esfumaba en el aire poco antes de despertar, en un intento de atraparlo, la luz persistente del sol anulaba sus efectos como por encanto.
Vivir lo posible en aquellos días era un sueño, vivir lo imposible era lo normal en aquella casa.
Días llegan en los que la luz se oscurece y la lluvia azota con fuerza arrastrada por el viento, llegan días de zozobra en los que el cuerpo se yergue y se enfrenta a la maleza de un otoño que se va, de esperanzas rotas por el azar.
Ellos, habitantes del silencio, son los que claman al cielo el nuevo día triste y azaroso –hoy está mal el día le dicen unos y otros, – ¡qué mala está la mar!, como conocedores en sus andanzas por el lugar.
Caminar contra el viento es necesario entonces, bien abrigada y calzada la mujer avanza entre los elementos y regresa a casa feliz de encontrar su intimidad, se encierra durante horas, surca los papeles con su mirada y pasa las páginas con presteza.
Unos hombres visitaron su casa de improviso, en aquel día, debían taponar dos agujeros en el exterior y para ello tenían que encaramarse sobre una tabla anclada en el vacío que se balanceaba, ella no quería verlo pero los audaces hombres prepararon los utensilios y mientras tanto ella trajinaba por la estancia para negar a su vista semejante riesgo.
Los hombres eran dos, uno de ellos extranjero, fornido y bello, el otro era menudo, debilucho y feo, pero él era quien daba las órdenes.
Dos salidas al exterior propiciaban la aventura sin duda sazonada con una paga extra.
El hombre menudo acudió en busca de otra tabla y unas puntas y un martillo, el hombre fornido permaneció en silencio mientras el otro llegaba, en su mutismo barruntaba la tensión del esfuerzo.
Minutos después todo estaba bien dispuesto para la faena, la tabla bailaba en el aire en un extremo del andamiaje y la fuerza del hombre fornido sujetaba el peso del menudo en el contrario sirviendo de contrapeso , encaramado sobre el vacío el hombre menudo extendía seguro el cemento sobre su objetivo, los útiles de trabajo estaban desparramados sobre el suelo, el hombre fornido respiraba con alivio y la faena se realizó con éxito –¿ya han terminado? les preguntó ella con impaciencia, de pronto vio como el hombre joven y fornido se calzó unas correas que abarcaban gran parte de su cuerpo, a él le estaba destinado el trabajo de más riesgo, debía arrojarse en el vacío sujeto con sus correajes para tapar el otro agujero en el lado opuesto a la primera faena, ella daba vueltas por la habitación inquieta y desazonada, no quería ver, no quería escuchar los rumores del encuentro del hombre con el abismo a gran altura del suelo, en el aire se respiraba la niebla, el viento y la lluvia azotaban la tejavana sobre el techo, de pronto se oyó un grito como un alarido en la sombra, el hombre fornido flotaba en el aire con sus amarras sueltas, y el vacío se llenó con los ecos de la muerte.
Pintura: Paisaje de invierno
Caspar David Friedrich
De: Silencios en otoño
De: Silencios en otoño