Titilaban las lágrimas colgantes desde lo alto y llenaban de luz el ámbito tenebroso, en medio del cual, estaba colocada la lámpara. Luces cristalinas, irisadas, dentro de un haz redondo y enorme poblado de pequeños racimos arbóreos, la acompañaban, por su tamaño no guardaba proporción con la altura del techo, y con la vibración del ambiente, se escuchaba el suave tintineo de los cristales rozando unos contra otros.
Todas las tardes subía cuatro pisos muy altos hasta alcanzar su morada, moteada por el polvo sobre libros tirados por el suelo, en torno a una mesita camilla muy pequeña y desvencijada, colocada justo al lado de una estufa de leña que era la única calefacción, para resguardarse de los fríos inviernos que pasaba allí, el hombre, de oficio anticuario, que guardaba celosamente, sus antigüedades en un antro interior, también asfixiado por el polvo.
No había en la casa ni rastro de un alma femenina, él mismo se cocinaba en las noches de invierno una humilde sopa de verduras con un hueso en la olla para darle gusto, y después de cenar, algunas veces se preparaba sobre la estufa un bebedizo, a base de ron caliente.
Las palomas ronroneaban constantemente sobre el tejado, sobre su propio estiercol acumulado y endurecido, malhumorando al hombre de carácter ya de por sí atrabiliario, cada vez que intentaba abrir la claraboya con el fin de disipar el humo que provocaba la estufa de leña, mientras, cortaba la leña con el hacha sobre un tronco robusto y pequeño.
Todo en el ambiente era antiguo y teñido con cierto aire de austeridad, él mismo poseía unos ojos diminutos, nariz aguileña y una larga barba que contrastaba con su calvicie.
Aquella tarde había encontrado una hermosa lámpara de origen desconocido cuajada de cristales de bohemia, que, embargado por la ansiedad y la codicia, le resultaba difícil tasar. Después de cumplir con sus costumbres, se sentó frente a la hermosa lámpara, colocada sobre la mesa y comenzó a abrillantar aún más los cristales.
Al cabo de un rato, empezó a surgir de los critales, un desfile de imágenes que inundaban su humilde casa y se iban acomodando sobre las paredes, sobre la cama, sobre los libros, en un momento, se pobló de seres extraños su casa, unos con trazas, de artistas, le acercaban un cuadro, otros, sabios, un libro maravilloso, otros, músicos tocando diferentes instrumentos, le deleitaban con su música, en el fondo de la estancia, se veía a otro esculpiendo una bella imagen, se veían también hombres y mujeres que trabajaban laboriosamente en un prado verde e iluminado, se escuchaban voces que cantaban extraños himnos… de pronto, surgió una figura femenina, diminuta y frágil vestida de blanco, que él reconoció enseguida, porque durante muchos años la había amado en secreto. Con mucha dulzura, salíó del brillante cristal que la contenía, desvaneciéndose al mismo tiempo todas las imágenes que lo acompañaban, todavía el resplandor de los cristales ya vacíos lo cegó un instante, se acercó a él y le dijo: yo soy la dueña de esta lámpara que he recibido en herencia, hace ya mucho tiempo, la daba por perdida y tiene un valor incalculable.
Él, completamente obnubilado y sin dar crédito a lo que veía, con un brillo insoportable en los ojos, palpaba las paredes en busca de las imágenes, buscaba con insistencia sobre los libros, se tendió sobre la cama dando vueltas, se palpaba los oídos porque quería escuchar la música y las voces que cantaban, nada de eso se encontraba ya en su casa, la lámpara apagada, perdió su lustre, ella desapareció en la sombra, solo, con una mano en la cabeza y con lágrimas en los ojos, completamente enloquecido y extenuado, se sentó apesadumbrado en su sillón.