Un
hombre, muy activo y próspero y con
mucha elocuencia, se sentaba a la mesa a la hora de comer y arengaba a su
familia cuando se disponía a dar cuenta de sus viandas, solía elogiar la ternura del lechazo, el
fulgor de las cigalas jugosas, que compartían todos los comensales, las
bondades del mar y de la tierra que él pródigo regalaba a sus congéneres con
orgullo, eran los únicos discursos que escuchaban y las voces del hombre
clamaban a través de las ventanas. Llegaba aún más lejos en su prédica diaria,
les recordaba a todos las inversiones que había realizado con esfuerzo gracias
a su empeño y actividad incesante.
Todos
callaban, comían y bebían, con voracidad todo cuanto se les ofrecía, los sirvientes
rodeaban la mesa atentos, solícitos y sonrientes, ¡Cuántas bondades! ¡Qué bien
habla el señor!... —comentaban para sus adentros, ¡Qué inteligencia la suya!...
¡Cuánto mérito y prosperidad!...
Un
día al atardecer, cuando paseaba con su esposa saludando pomposamente a sus más
allegados vecinos: ¡Buenas tardes D.
Marcelo! y con ademán complaciente esbozaba una reverencia, ¡Buenas tardes Da
Casilda! ¿Están bien los niños? Enunciaba entusiasmado, Y al mismo tiempo
apremiaba a su mujer para que mostrara
la mejor sonrisa… De pronto, se oyó un tumulto tan fuerte que retumbaba el
asfalto, una multitud pisaba con firmeza y con proclamas de libertad,
rápidamente la esposa muy alterada se desembarazó del marido y se acercó a la calzada, ¿Qué
piden, señor, qué piden?—le dijo a uno que pasaba visiblemente preocupada. — ¡Pan y
justicia señora! — ¡Pan y justicia!...— insistió y respondió él muy serio.
El
marido la cogió con fuerza del brazo y apretó el paso, ya poco le importaban
los saludos, debía llegar lo antes posible a su casa, en donde los sirvientes
les esperaban a mesa puesta.