domingo, 24 de marzo de 2013

LA SIERPE







Y más tarde, un Ángel, entreabriendo puertas
Vendrá a reanimar, fiel y jubiloso,
Los turbios espejos y las muertas llamas
Charles Baudelaire


LA SIERPE

Con el sol del atardecer, encarado, suele llevar   una manzana en la mano que va rumiando suavemente,  se detiene y se  la tiende a un transeúnte cualquiera, en la calle de la Sierpe. Como saliendo de una bruma espesa y fría, el viento  corta la piel del rostro y de las manos, el paso sinuoso que serpea decidido en el trecho breve, temible, semejante a un maleficio, atraviesa de una calle a otra. Cuando uno pasa por ella, siente que su vida se estrecha y  de pronto la angustia anida en el pecho, los gatos nocturnos suelen salir al paso y acompañan por suerte al viandante.
Pisaba con decisión el dibujo en el suelo de la sierpe cuando al dar la vuelta a la derecha sintió la mano robusta de un hombre sobre su hombro que le dijo en un grito ahogado –  ¡sé quién eres!, ¡eres el desgraciado que ensucia nuestras calles y acosa a mi hija ¡ ¡y voy a matarte el día menos pensado!–
Él, indiferente, le tendió uno de los cigarros puros que llevaba prendidos en el interior de su chaqueta tal como acostumbraba a hacer en sus paseos por las calles de la ciudad, y continuó su camino.
 Pero al llegar a su casa la encontró sumida en un mar de llamas, rápidamente y con esfuerzo, salvó cuanto pudo, una mesa pequeña con largas patas pintada de negro, un espejo pequeño con un marco de madera muy trabajada, y otros cuatro espejos más sin marco de tamaño grande, una cartera de cuero que contenía una gramática en ruso, un libro de cuentos y un relato en colores escrito también en ruso con imágenes desplegadas, recuerdo de su infancia. Muy aprisa se dirigió a la casa de su amante y le entregó los objetos sin mediar palabra  sobre lo acontecido, –parto para otra tierra, –dijo, cuando vuelva espero volver a encontrarte.
 Cargado con su equipaje y toda su belleza, y dispuesto a emprender un largo viaje,   se alejó tímidamente de quien supuso el triunfo momentáneo sobre lo que solo existe  más allá de la muerte, más allá de la calle del maleficio en la que ahora el dibujo en el suelo se ha borrado ya, y los viandantes transitan por ella, con pasos  sinuosos, ignorantes de las innumerables historias desgraciadas que les ocurrieron a los seres que la pisaban indiferentes.
A partir de ese momento ella decoró su casa con los espejos en los que siempre contemplaba la imagen de un hombre desolado,  leyó y releyó los relatos y utilizó la misma cartera que los contenían, pasaba todos los días por la calle de la sierpe sin ningún tropiezo, abandonó  a su padre, y todos los días de sol a sol recorría las calles de la ciudad  y llevaba consigo manzanas con las que obsequiar a los transeúntes que pasaban por la calle maldita.
.
Se fue  para no regresar nunca más, muy  despacio, sin volver la vista atrás, tal vez temeroso de  volver a encontrar la ciudad que él hizo fantasma en otro tiempo y que ahora  reclamaba venganza… … sus habitantes aún  le  están esperando.

De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González
Foto: “Las tres velas” Marc Chagall

EL LLANTO DEL POETA









Poseeremos lechos colmados de aromas
Y, como  sepulcros, divanes hondísimos
E insólitas flores sobre las consolas
Que estallaron, nuestras, en los cielos más cálidos…

La muerte de los amantes (Charles Baudelaire)

EL LLANTO DEL POETA

En cualquier época del año  descendía por la cañada un hombre entrado en años cargado con una bolsa de lona, resto de alguna guerra y una flauta de pico plateada. Sus ojos garzos relucían grandes, arropados por párpados arrugados y unas guedejas canosas colgaban sobre sus hombros antaño rubias, como las que se suelen pintar a los arcángeles, vestía con harapos y calzaba unas enormes botas marrones, su mirada firme tenía un solo objetivo, llegar a la plaza en donde con voz profunda y dulce recitaba sus poemas, de vez en cuando se interrumpía y tocaba con su flauta bellas canciones de otro tiempo de tono melancólico y soñador, abrigaba dentro de sí una esperanza, único estímulo que le asentaba en esta vida.
Se decía por el pueblo que era un loco desertor de la guerra, los niños le esperaban al final de la cañada y le  seguían coreándole hasta la plaza, los mozos se reían sin cesar y todos esperaban verle aparecer  para asistir al espectáculo.
“El poeta desertor” le llamaban, vivía solo y se mantenía gracias a una huerta y algunas monedas que le arrojaban, bebía constantemente agua tibia que alojada en su vieja cantimplora debía conservar en buen punto su temperatura, gozaba incluso de buena salud y su presencia irradiaba cierto halo de belleza, –debió de ser un bello y atractivo muchacho–.
Un día entre el tumulto que se congregaba a su alrededor se oyó en medio del griterío la voz de una mujer que le solicitaba el poema “La muerte de los amantes”, él tan absorto como se encontraba en su trabajo no reconoció a la mujer, pero su voz se atipló como por encanto identificándose así con ella de una manera inconsciente, cuando antes de acabar  el poema dice:
Y, en fin, una tarde rosa y azul místico,
Intercambiaremos un solo relámpago
Igual a un sollozo grávido de adioses… comenzó a brotar una lágrima de sus hermosos ojos que se ahogó en un sollozo incesante y no pudo finalizar, –la voz femenina que había escuchado evocaba a su amante de otro tiempo que en la oscuridad de la noche sollozaba sin consuelo cuando el partió a otras tierras a compartir los sollozos aterradores de la guerra–.
Cuando apesadumbrado recogía sus cosas y se disponía a partir la mujer conmovida le tomó de la mano y él entonces la reconoció en su aliento.
 Y cuando ya llegaba la noche,  en su regazo enjugó abundantes lágrimas.