EN
LA ETERNIDAD DEL SILENCIO
“si el espacio es infinito estamos en
cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier
punto del tiempo” J. L. Borges
"
Las
mujeres ordenaban la habitación vestidas de negro hasta los pies. La hermosa
huerta cubierta de viñedos, y sembrados asomaba tras las ventanas, el camino
pedregoso hasta las vides y el banco de piedra en donde ella solía sentarse,
aparecían de pronto iluminados por la primera luz de la tarde, la luz del
silencio que evoca a los muertos.
Aquella
mujer hermosa tenía la costumbre de dormir sobre una tabla rasa y así mantenía
erguida su austera figura. En la alacena del comedor aún conservaban su cálido tacto figuras en sal
blanca de peces, patos y cestillos hermosamente trabajados que resaltaban la pobreza sobre la ruda madera
en la que algún día como este, ella los posó como reliquias infantiles de
lejanos tiempos. Su escueto lecho
aparecía desnudo y vacío en el interior. Los muebles raídos por el tiempo eran
sillas huecas, deshabitadas, en torno de una mesa que en otro tiempo se llenaba
de risas, y esperanzas. La puerta de entrada se abría estrecha e irregular bajo el peso de una oxidada cancela.
Los
visitantes buscaban algún rastro de valor, en aquella casa pobre, algo que
colmara su ambición, yo respiraba el ambiente y sentía el calor de su antigua
dueña. Recordaba las historias de mi abuela, en las que uno de mis antepasados
con una barba inmensa acostumbraba a alzar a sus tres hijas pequeñas
agarradas con las manos a la hermosa
guedeja, tal era la fuerza del hombre que la sostuvo a ella, a su otra hermana
y a la dueña de la casa que pisábamos.
Se
hallaba situada cerca de una plaza en la que de una burga brotaba agua caliente para asombro
de mi ilusa niñez, deambulamos aquí y allá, mojé mis manos en la fuente y una
impresión casi divina invadió mi pequeño ser.
En
el silencio eterno escucho todavía aquellas voces alejadas y siento bajo mis
pies el suelo empedrado de aquellas calles, la nada de sus habitantes, el calor
de la tarde de un verano acabado, en el que la muerte queda velada por el
ensueño que se prolonga hasta nuestros días y se respira en una atmósfera
extranjera, extraña para las voces de este tiempo que claman cargadas de
violencia.
Llegamos
a un hotel balneario en donde un hombre joven y rubicundo nos acogió con
dulzura, de pisada tenue, reflexiva y rostro sonriente, nos dio la bienvenida,
y pronto muy locuaz nos explicó todos aquellos datos que yo solamente había
percibido a través de los sentidos, él era uno de los afortunados que
encontraba refugio entre aquellas amplias faldas de la mujer cuando sentía
miedo.
El
inmenso mar extendido a lo lejos exhala aquellos dulces días de encuentros. Una
luz blanca aparece reflejada sobre el agua de ese mar tranquilo y sosegado a
estas horas de la tarde como un mensaje de esperanza en el amanecer del
invierno. Un leve zumbido en el oído me recuerda que el silencio también habla,
porque en silencio se escuchan todas las voces que están escritas en la memoria
y las que arrastra el tiempo a través del espacio que cruzan las aves, la
profundidad del abismo como una brecha
ciega nos hiere y nos separa, nos llena de anhelos, y levemente soñamos dentro
de un sueño eterno que inocentemente llamamos vida. ¿Qué importa la desolación
de este silencio concreto, si hay otros silencios, si innumerables silencios
pueblan nuestro refugio desde la niñez más temprana? ¿Qué importa la espera?
Ella,
el abuelo, sus hermanas, las mujeres vestidas de negro, el hombre rubicundo desaparecieron en la niebla del ensueño dejando
tras de sí el rastro de su pobre morada vacía poblada de ecos enredados en las hermosas
barbas del último silencio.
Pintura:
“En la puerta de la eternidad”.
Vincent
Van Gogh
De: Silencios en Otoño
De: Silencios en Otoño