viernes, 18 de octubre de 2013

SUEÑO DE INVIERNO











 SUEÑO DE INVIERNO


La verdad es el mejor camuflaje. ¡Nadie la entiende!
Max Frisch

Hoy la luna se esconde entre las nubes, los días caen en la oscuridad cada día más pronto, la nueva estación alborea amenazante, llegarán días angostos, las mareas cada vez más fuertes, las olas gigantescas cerrarán el acceso a la playa, las huellas del pasado se borrarán en la penumbra, nuevos sueños se acercan a la luz del día.
Recuerda otras vendimias, hogazas de pan con queso fundido, uvas y vino en abundancia, recuerda esa imagen impresa en un libro de Max Frisch, “Los difíciles” o J´adore ce qui me brule, en medio del paisaje nevado de los montes suizos.
La posibilidad de soñar con otras tierras, con otros mares, otros ríos y montañas, de saber que más allá de esta cueva existen otros seres , escuchar las palabras de otros escritas a través de un tiempo eterno, otras lenguas, otros ámbitos, le alejaban  cada vez más de su realidad presente, ¡cuántos años en la oscuridad! a merced de consignas de vida, modos de vida entre cuatro paredes, escuchando gritos atroces y mentiras envolventes en una atmósfera de estulticia y desprecio, abrir la brecha y partir con la incertidumbre de la desolación y el desarraigo, para encontrar el mismo trueno que golpea los oídos una y otra vez, el alma se rebela impaciente y como tripulante desesperado se hace a la mar sin miedo, una huida ciega arrastra consigo esas voces insistentes que anegan las aguas saladas de los sollozos en la oscuridad más tremenda, rompen las alas de los pájaros esos sueños tan arduos de libertad, rompen el corazón de otras almas, estremecen el amanecer cotidiano, –romper esa cueva es trabajo de titanes—, y saber que al fin  encuentra las tierras deseadas, las almas escuetas y resueltas, las voces de otras lenguas, el sabor de sus lágrimas saladas ya no con el terror sino con la alegría de la  esperanza cumplida de unos años que nunca regresarán y ya se los han robado.
Así caminaba en medio de una ciénaga sombría, bajo la censura de  seres anónimos que no perdonan a un corazón indómito, llegó al lugar habitual y extendió sus frágiles piernas para correr y correr, en busca de otros soles, otras lunas, estrellas doradas y multicolores, un cielo raso, un mar profundo en movimiento, y volvió sin apenas darse cuenta a la cueva que abandonó con la presión del terror en sus entrañas, abrió las ventanas para que la brisa y el canto del mar  acompañaran sus sueños esa noche de desaliento dibujado a sangre y fuego sobre los ecos añosos, de las paredes de su casa.
Foto: Paisaje de invierno
Caspar David Friedrich

De: Silencios en Otoño.

UNA EXTRAÑA EDICIÓN


Una extraña edición

 Se encontraba entre montones de libros apilados, al poco tiempo de  llegar a la librería el anciano mendigo y sumido en su vergüenza pobre se puso a escarbar las montañas y montañas de libros que allí halló.
Los pocos visitantes del momento contemplaban atónitos esa voracidad más propia de alimentos que de libros que desprendían sus ropajes desgarrados por la miseria. Tocado con un sombrero calado hasta las orejas sus ojos enloquecidos permanecían ocultos. Una presurosa agitación se extendió de pronto por todo el local, ¿Era un ladrón? ¿Era un loco? ¿Se trataba de un drogadicto?
Nadie conocía, ni siquiera él mismo su identidad extraña, iba y venía siempre escrutando los montones como un investigador se concentra en busca del hallazgo de su vida.
El librero taciturno y pesaroso continuó su quehacer cotidiano y solo de vez en cuando alzaba la vista de uno de sus ojos con el fin de vigilarlo.
El hombre iba dejando a su paso el olor característico de la miseria que impregnaba el ambiente, tirado en el suelo según su costumbre hojeaba los libros con afán.
Pasaba largas horas apostado en los albores de sus sueños al pie del local cuidadosamente decorado.
¡Cuántas tardes la lluvia lo había empapado! ¡Cuántas mañanas entumecido por el frío se había acercado al lugar deseado! ¡Cuántas calles recorridas! ¡Cuántas esperanzas abortadas!
Llegaban como siempre los meses de la luz a través de las ventanas, y los primeros impactos del calor le derramaban unas gotas de sudor sobre la frente.
– ¡Amigo!, —dijo, enseñando en una sonrisa cómplice  sus pequeños dientes agotados por la nicotina, tengo algo que decirte, he encontrado un libro de los años sesenta y me gustaría cambiártelo por otro y rápidamente sacó de su morral una antigua edición del siglo XVII, encuadernada en piel que contenía la imperecedera gramática francesa y lo posó sobre el mostrador suavemente como quien se desprende de un tesoro objeto de herencia. El librero asombrado por el gesto le repuso que eso era cosa de marchantes de libros y que él era un humilde librero que vendía su mercancía a un precio ya estipulado por las editoriales.
El mendigo alegó que ese libro que no podía comprar contenía la historia de un hombre agotado que vagaba por calles de Nueva York en busca de algún marchante de libros que le diera acceso a una edición novel de un libro que acababa de escribir y tras muchos tropiezos y desgarros dio con una editorial fantasma que le dijo que se lo publicaba, nunca volvió a saber nada de su manuscrito y andando el tiempo su autor, sumido en la miseria encontró un ejemplar perdido entre otros muchos en los últimos años de su vida, a consecuencia de ello pudo descansar el fin de sus días como si lo hubiera soñado.
El librero se mostró nervioso e impresionado con el relato y le preguntó por el nombre del autor, – si conoces tan bien la historia ¿en dónde radica tu interés? Él sin ningún reparo le comunicó que se trataba de él mismo, en ese momento el librero con una actitud displicente y amarga comprendió que debía regalar ese ejemplar al anciano mendigo que sin proponérselo había sido víctima de un cruel destino.
A los pocos días el librero abría su librería y en las primeras horas de su jornada leía la noticia en el periódico: “Anciano clochard aparece sin vida a las orillas del río con un libro en las manos, abierto en una de sus páginas iniciales con una dedicatoria, “A mi editor a título póstumo”.
El librero caminó apesadumbrado unos minutos por el local y se acercó al montón de libros tirados en el suelo y comprendió su incapacidad de saber que de los muchos libros que vendía sólo uno había sido el cruel testimonio de su existencia, continuó su tarea de empaquetar y seleccionar ejemplares y despreocupado en lo sucesivo de la visita de cualquier extraño.   


Foto: A Paris Clochard, John H Popper


 De: Silencios en Otoño