sábado, 26 de enero de 2013

BUGANVILLA












BUGANVILLA




Aquel verano, vivía en la zona más antigua de la ciudad, justamente en la mitad de una vieja casa remozada con arte,  era muy pequeña y apenas encontraba sitio para depositar mis libros y suficiente espacio para mis animales, aunque era muy vistosa sin embargo presentaba muchos inconvenientes, y además el precio del alquiler era desorbitado y eso me impedía vivir con cierta tranquilidad y dedicarme a mis asuntos.
 Ya al final del verano Miguel, un amigo del alma, me llamó para salir a tomar un refrigerio, me encontró preocupada y me preguntó, -¿qué te pasa, no te encuentro muy feliz esta tarde?, -nada importante - dije yo, es esa casa, me siento como vendida, Miguel que es persona muy sensata me explicó que a fin de cuentas una casa es un lugar de tránsito, que los ingleses, que él conocía bien, cambian de residencia cada año por lo menos, -Ya, ya, -dije yo, pero esto de depender de alguien que me pague un alquiler tan costoso no me gusta, me hace sentirme con escasa libertad, y he decidido después de mucha reflexión habitar una casa familiar que no tiene coste y para mi propósito es el lugar ideal, podré dedicarme a leer y a escribir, a preparar mi oposición con entera libertad pues el lugar está muy aislado y rodeado de naturaleza, -bien, -dijo Miguel, pues  está decidido -¿qué necesitas? -Un vehículo, la casa está en la montaña,  entonces no se hable más.
Cuatro personas que observaban con atención nuestra mudanza, vivían allí y a pesar de todo había algo en su semblante que evocaba la ausencia,  acompañé a Miguel a la estación desierta y polvorienta y al despedirlo le dije -¡vuelve pronto¡ tal vez los peligros pasados pesaban en mi  ánimo y la visión tan cercana de la naturaleza y sus habitantes me impresionaban demasiado como si estuvieran cargados de malos presagios.
Subí en dirección a mi nuevo hogar en medio de un atardecer esplendoroso, cargado de aromas silvestres, de colores cambiantes a la luz cada vez más mortecina de la tarde y con la melancolía propia de la despedida.
 El amanecer me despertó con los primeros rayos del sol, y cuando me disponía a poner las cosas en orden sentí  la mirada insistente de un hombre que me observaba desde lo alto de un terraplén colindante, - ¡Buenos días¡ -dije alzando un poco la voz, el hombre no contestó, simplemente esbozó algo parecido a una sonrisa placentera sin duda provocada por la novedad de mi presencia.
El lugar era paradisíaco, y la casa estaba situada en la cima rodeada de un bosque de hayas, como colgada y desde sus ventanales podía contemplarse el valle poblado de animales y pastores, y minúsculas casas en perspectiva.
Los días pasaban allí como pasan las cosas de la naturaleza por nuestros sentidos y acomodé mi horario al horario de la jornada, de ese modo podía contemplar con asombro los cambios rutilantes del día. Cuando me disponía a coger el coche para salir del recinto uno de esos días llenos de luz y bienestar, el hombre asomó por el terraplén dispuesto a descender, era un hombre que visto de cerca representaba unos ochenta años, de estatura mediana, cabeza redonda y grandes entradas, con unos ojos diminutos que expresaban una mirada entre pícara y gastada, las manos regordetas y encallecidas por las labores del campo,  entonces me ofreció sus servicios como jardinero y me dijo
-“la primavera está próxima, si quiere  le puedo podar la buganvilla y el sauce para que tenga buena sombra”,
- me parece una buena idea, le contesté, “después de todo yo no tengo mucha idea de jardinería, muchas gracias”,
 continuó jocoso ante mi respuesta, -“yo he sido el jardinero de su madre”
Todos los días a partir de entonces asomaba y descendía por el terraplén, yo me preguntaba por qué no entraba por la verja como las demás personas y siempre me ofrecía unas veces frutos de su huerta, otras veces huevos de sus gallinas,  así sucesivamente, era de pocas palabras pero muy concretas, la buganvilla crecía y crecía hermosa en todo su esplendor, parecía trepar con la misma agilidad que el hombre por el terraplén, pues ya apuntaba la primavera y yo descansaba con frecuencia a la sombra del   sauce perfectamente podado, él en silencio, podaba aquí y allá, segaba la hierba, y trajinaba por el jardín sin dejar de observarme, a veces balbucía entre dientes, -“una mujer sola, tan joven, y en este lugar…” Poco a poco fue convirtiéndose en mi única compañía.
Así pasábamos de una estación a otra siempre pendientes del sauce, de la buganvilla, y de la hierba que crecía de manera constante, pero llegó el momento en que me destinaron a otro lugar y recordé las sabias palabras de Miguel, “una casa es un lugar de tránsito”... Me ausenté por una larga temporada, cuando regresé encontré la casa en un completo abandono, la hierba había crecido tanto que la cubría por completo, la buganvilla y el sauce estaban marchitos, y el hombre que los cuidaba  había desaparecido para siempre de ese hermoso lugar de tránsito.