miércoles, 27 de marzo de 2013

EL LIBRERO









"En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido.
Ante todo el olvido de lo personal y local." 
J.L.Borges

EL LIBRERO

Durante algunos años, un día en la semana lo tenía dedicado a la visita de una librería y así lo hacía con asiduidad. Contaba con una pequeña asignación mensual para la adquisición de algún libro que le interesara en ese momento y con tiempo libre para leerlo, días intensos de libros y de música… días inolvidables… que dejaron una huella profunda en su mente y que se repetirían  más tarde con diferentes formas y espacios y lugares.
El hecho de entrar en una librería encierra siempre algo misterioso sobre todo si se encuentra en silencio, lo habitual es encontrar expositores y anaqueles con los libros semicolgados a merced de un comprador ocasional que repare en ellos. No falta en ocasiones un tipo casi imprescindible en estos ámbitos que, como buen marchante de arte, ofrece al comprador las últimas novedades.
Esta no era la actitud  más adecuada  para con nuestro personaje que se desenvolvía  a las mil maravillas en el pequeño recinto, no obstante, llamó poderosamente la atención del librero que, pese a sus asiduas visitas, acudía siempre con toda su humanidad a recibirle y con gran derroche de amabilidad y gesticulación le ofrecía los últimos ejemplares de poesía, —había entrado en la librería una persona interesante que como se podía observar y era bien notorio, mostraba preferencia por la poesía–, era cierto, pero también mostraba el mismo entusiasmo por otras cosas, de hecho, siempre entraba y se dirigía directamente a la elevada y frágil escalera que cubría el acceso a los anaqueles que él escalaba discretamente hasta alcanzar el objetivo del día, bien podía tratarse de literatura norteamericana, algún autor alemán o francés,  inglés o ruso, hispano, griego, o italiano… …  la librería estaba cuidadosamente clasificada por los países que se extienden  desde Oriente hasta Occidente, así que se tenía también en cierto modo la impresión de viajar por acá y por allá  y eso la hacía mucho más atractiva que  si se hubieran clasificado solamente sus libros en orden alfabético y  por géneros.
Lo maravilloso era que allí se encontraban todos sus amigos de entonces, desde los románticos alemanes hasta  los más modernos, los más significados autores de toda la Literatura Universal.
 Hábilmente encaramado en la escalera y con la atención concentrada en la búsqueda de su objetivo, no dejaba sin embargo de escudriñar las sugerencias que el señor librero proponía a los diferentes compradores que iban entrando, por otra parte, de lo más variopinto, hasta que se dio cuenta de que en ese día, el de su asidua visita, tenía lugar allí un verdadero cónclave de intelectuales locales, con lo cual enriquecía su información y de algún modo, en absoluto clandestino, espiaba los aconteceres y noticias novedosas que pululaban por la ciudad, y desde luego, tampoco sentía remordimiento alguno, a fin de cuentas él formaba parte del decorado y de alguna manera participaba directamente en la vida activa y en el espíritu de la ciudad.
 Un buen día, apareció un individuo muy extravagante con un raro sombrero en la cabeza, que evidentemente impresionado por el librero, por quien sentía en secreto un profundo desprecio, por el simple hecho de vender libros, ignorante quizá de las buenas intenciones del buen hombre que profesaba gran amor a la cultura y de algún modo encubría sus carencias intelectuales, que con gran sigilo le hizo un encargo. Se trataba de un ejemplar insólito que difícilmente se encontraría en una editorial al uso, el vendedor muy solícito y preocupado, prestó mucha atención al visitante que ocultaba tras de sí, a sus espaldas y sujeto con sus manos un espléndido ramo de rosas rojas, y tendiéndolo hacia adelante en actitud oferente  le espetó sin más, con visible ánimo de sorprenderle: quiero “El Libro Sagrado  de los Espíritus”.
 Nuestro personaje, muy seguro de sí mismo y decidido,  descendió de su escalera, se acercó a uno de los expositores en los que había propaganda y otras muchas noticias y revistas, tomó  de la hemeroteca un viejo periódico local  y se lo entregó en completo silencio… …
El librero se acercó al visitante habitual y le preguntó, turbado por las circunstancias– ¿realmente crees que existe, “El Libro Sagrado  de los Espíritus”?– él, que deseaba prolongar durante más tiempo su visita a la librería sin despertar sospechas –dijo– dirigiendo la vista a los expositores, – no creo, pero por si acaso voy  echar un vistazo.

De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González

LA URNA DE PLATA










LA URNA DE PLATA

 “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”. Jorge Luís Borges

Encontré a este hombre sumido en la miseria, arropado por la sola rigidez de sus buenas formas, aprendidas en otro tiempo, en ambientes, en los que la opulencia y el despilfarro se mostraban ofensivas ante los demás mortales. Nos enfrentamos los humanos  a la ausencia de recursos materiales con la mente que nos acompaña en todo momento y vicisitud.
Sumido en la realidad más angustiosa, ahogaba sus penas en el alcohol,  en el interior de un bar cuyo propietario era un pariente suyo y le proporcionaba la bebida, a cuenta, no sin desdén y con desprecio.
Me  acogió angustiado, y se dispuso a elucubrar acerca  de los múltiples proyectos y empresas que le acompañaban: —tú, –no entiendes de estas cosas, –dijo arrogante,  —siempre encerrada en tu mundo… —comentaba alzando la voz, y –añadió aleccionador–, desconoces  lo que el hombre es capaz de hacer  para sobrevivir a la miseria…
 Tenía un fabuloso negocio entre manos que le iba a permitir salir en el interior de su coche destartalado rumbo a otras tierras, en donde la gente vive siempre “panza arriba”… quemados por el sol y abotargados por el exceso de  comida.
Compasiva, y con la añoranza de la infancia que en parte habíamos compartido, le invité a mi casa a comer, y cuando entró y se encontró con mis numerosos libros –exclamó asombrado, como quien se encuentra con algo inesperado: ¿Por qué tantos libros?... –comentó y al mismo tiempo miraba al vacío visiblemente impresionado. Terminó de comer en silencio y se marchó a su casa dormir la siesta. Todavía, le entregué una bolsa de comida para que tuviera alimento para unos días.
El tiempo pasó y no volví a saber nada de él, y pensé, –habrá encontrado su paraíso perdido—…Cuando me enteré de que  se encontraba, efectivamente, en un apartamento a pie de playa y se había comprado un  vehículo espectacular que hacía las delicias de todas las mujeres con las que alternaba continuamente, finalmente le habían encontrado muerto en medio de botellas descorchadas que impregnaban el ambiente de su casa con el olor a orgía y  alcohol por todos los rincones.
 Recibí una nota que me instaba a acudir al entierro.
 Con cierta desazón, me vestí de negro, para la ocasión, y asistí  a un espectáculo de banderas nacionales  y flores  y coronas con dedicatorias de alabanza, que surcaban la iglesia, su madre muy endomingada,  lloraba con  gesto teatral, algunos de sus parientes sonreían compasivos, –el funeral les congregaba irrumpiendo en su rutina como un acontecimiento único–,  la iglesia se pobló de personajes vestidos para la ocasión, y a mí,  me sentaron en la línea de los allegados paralela a los oficiantes de la misa con mucho boato, en donde tenía una perspectiva ventajosa para contemplar toda la escena.
 Las banderas que portaban sus amigos cuidadosamente uniformados, ondeaban con estrépito en la entrada, el teclado de un órgano resonó con un estruendo enloquecedor, todos atentos esperaban la llegada de los restos guardados en una urna de plata, un murmullo de voces sonaba en concierto, como un mártir de la causa se le rendía al difunto un homenaje póstumo, –él que había participado en tantos actos de elogio a la patria, perseguido por la justicia a causa de sus múltiples fechorías financieras, clamaba desde el cielo después de muerto para pedir justicia–,   y en medio  del tumulto bien asentado a ambos lados, el séquito formado por sus hermanos irrumpió por el pasillo central, dirigido por uno de ellos que portaba la urna  que contenía sus cenizas, en las manos,  y sonriente...  comentó en voz muy alta para que lo escucharan todos:—he aquí los restos de mi hermano—…    me volví para ver la escena y comprobé que se trataba del pariente del bar que  le proporcionaba  a cuenta, la bebida.
 Los ritos comenzaron con el rocío del agua bendita sobre la urna que brillaba en contacto con el agua y  una homilía muy sentida y altisonante se remontaba a la infancia del finado con todo lujo de detalles, – ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ––—gemía su madre—  entre muchos otros ayees y suspiros…  el ambiente cada vez más cargado con el incienso envolvía a los presentes hieráticos y firmes en una nube neblinosa que resaltaba sus rostros pálidos como la muerte.
  La ceremonia se cerró con los compases del himno nacional y el brazo alzado de los presentes enardecidos. Cuando llegamos al cementerio, en el momento en que abrieron la portilla de un panteón de grandes dimensiones para depositar el valioso objeto que contenía los restos, aún se produjo cierta indecisión a la hora de colocarlo y los operarios del cementerio encontraron un rincón apropiado entre el montón de los enormes ataúdes de sus antepasados, se entonó entonces otro himno de despedida que sonaba lejano en la casa de los muertos con las voces de los presentes en soledad, que salieron apresurados y a empellones del recinto para asistir por fin al  último homenaje póstumo, el banquete.
 Impresionada, y todavía dentro del espectáculo, llegué a mi casa con el propósito de descansar de tan largas exequias y de pronto, recordé las palabras del finado y su mirada atónita al vacío: ¿por qué tantos libros?... …

De: Claros Y sombras
Mercedes Vicente González