"En
las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido.
Ante todo
el olvido de lo personal y local."
J.L.Borges
EL LIBRERO
Durante
algunos años, un día en la semana lo tenía dedicado a la visita de una librería
y así lo hacía con asiduidad. Contaba con una pequeña asignación mensual para
la adquisición de algún libro que le interesara en ese momento y con tiempo
libre para leerlo, días intensos de libros y de música… días inolvidables… que
dejaron una huella profunda en su mente y que se repetirían más tarde con
diferentes formas y espacios y lugares.
El
hecho de entrar en una librería encierra siempre algo misterioso sobre todo si
se encuentra en silencio, lo habitual es encontrar expositores y anaqueles con
los libros semicolgados a merced de un comprador ocasional que repare en ellos.
No falta en ocasiones un tipo casi imprescindible en estos ámbitos que, como
buen marchante de arte, ofrece al comprador las últimas novedades.
Esta
no era la actitud más adecuada para con nuestro personaje que se
desenvolvía a las mil maravillas en el pequeño recinto, no obstante,
llamó poderosamente la atención del librero que, pese a sus asiduas visitas,
acudía siempre con toda su humanidad a recibirle y con gran derroche de
amabilidad y gesticulación le ofrecía los últimos ejemplares de poesía, —había
entrado en la librería una persona interesante que como se podía observar y era
bien notorio, mostraba preferencia por la poesía–, era cierto, pero también
mostraba el mismo entusiasmo por otras cosas, de hecho, siempre entraba y se
dirigía directamente a la elevada y frágil escalera que cubría el acceso a los
anaqueles que él escalaba discretamente hasta alcanzar el objetivo del día,
bien podía tratarse de literatura norteamericana, algún autor alemán o
francés, inglés o ruso, hispano, griego, o italiano… … la librería
estaba cuidadosamente clasificada por los países que se extienden desde
Oriente hasta Occidente, así que se tenía también en cierto modo la impresión
de viajar por acá y por allá y eso la hacía mucho más atractiva que
si se hubieran clasificado solamente sus libros en orden alfabético y por
géneros.
Lo
maravilloso era que allí se encontraban todos sus amigos de entonces, desde los
románticos alemanes hasta los más modernos, los más significados autores
de toda la Literatura Universal.
Hábilmente encaramado en la escalera y con la
atención concentrada en la búsqueda de su objetivo, no dejaba sin embargo de
escudriñar las sugerencias que el señor librero proponía a los diferentes
compradores que iban entrando, por otra parte, de lo más variopinto, hasta que
se dio cuenta de que en ese día, el de su asidua visita, tenía lugar allí un
verdadero cónclave de intelectuales locales,
con lo cual enriquecía su información y de algún modo, en absoluto clandestino,
espiaba los aconteceres y noticias novedosas que pululaban por la ciudad, y
desde luego, tampoco sentía remordimiento alguno, a fin de cuentas él formaba
parte del decorado y de alguna manera participaba directamente en la vida
activa y en el espíritu de la ciudad.
Un
buen día, apareció un individuo muy extravagante con un raro sombrero en la
cabeza, que evidentemente impresionado por el librero, por quien sentía en
secreto un profundo desprecio, por el simple hecho de vender libros, ignorante
quizá de las buenas intenciones del buen hombre que profesaba gran amor a la
cultura y de algún modo encubría sus carencias intelectuales, que con gran
sigilo le hizo un encargo. Se trataba de un ejemplar insólito que difícilmente
se encontraría en una editorial al uso, el vendedor muy solícito y preocupado,
prestó mucha atención al visitante que ocultaba tras de sí, a sus espaldas y
sujeto con sus manos un espléndido ramo de rosas rojas, y tendiéndolo hacia
adelante en actitud oferente le espetó sin más, con visible ánimo de
sorprenderle: quiero “El Libro Sagrado de los Espíritus”.
Nuestro personaje, muy seguro de sí mismo y
decidido, descendió de su escalera, se acercó a uno de los expositores en
los que había propaganda y otras muchas noticias y revistas, tomó de la
hemeroteca un viejo periódico local
y se lo entregó en completo silencio… …
El
librero se acercó al visitante habitual y le preguntó, turbado por las
circunstancias– ¿realmente crees que existe, “El Libro Sagrado de los
Espíritus”?– él, que deseaba prolongar durante más tiempo su visita a la librería
sin despertar sospechas –dijo– dirigiendo la vista a los expositores, – no creo,
pero por si acaso voy echar un vistazo.
De:
Claros y Sombras
Mercedes Vicente González