domingo, 15 de diciembre de 2013

EL SILENCIO DE LA TIERRA








EL SILENCIO DE LA TIERRA


Aquí que me detenga. Que también yo contemple un poco la naturaleza.
Aquí que me detenga, y que me engañe como que veo esto.
 “Mar de la mañana”
Konstantino Kavafis


La figura apareció vestida de colores, no hablaba, sonreía plácidamente en medio de un espectáculo tumultuoso, se veía un bulto en su pecho como si su corazón palpitara lleno de vida, sus ojos miraban complacidos a la muchedumbre, y sin embargo estaba quieta, sin ansiedad ni premura  posada en un altillo de un edificio contemplaba todos aquellos movimientos que fue capaz de realizar ahogada en otro tiempo, como si encontrara en su lugar todos sus anhelos cumplidos, entera, brillante, palpitante se enseñoreaba de la vida que corría a sus pies apremiante a través de las aguas, de la arena, del asfalto, de los ríos, del pavoroso mar, de tráficos de luz, de naturaleza muerta, de cielos encumbrados por nubes turbulentas, de  pasos furtivos y amenazantes, la figura era la viva imagen de todo ese tiempo en el que circulaban por la ciudad los deseos proyectados en un único objetivo lograr alcanzarla y devorarla y cuando estaban a punto de destruirla, se esfumó como un sueño y como tal se manifestó en la noche de los tiempos.
Entonces cayó un objeto lentamente desde cualquier lugar del mundo, del cielo, emergió del infierno, de la amplitud del universo y mientras tanto se podía ver que volaba hacia el infinito, hacia el horizonte eterno en medio de una luz dorada y azul astral, el objeto era blanco y etéreo como un pañuelo de seda fina.
 Si es verdad que escuchamos el ronco sonido del tiempo, hoy al despertar, se escuchaba luminoso y brillante, azul el mar y quieto, con esa quietud que se detiene ante la llegada del umbroso invierno, música eterna que desvanece las sombras. El fatídico manto de la desesperanza en el fondo de la noche se diluye en forma de verso apacible, convincente, la mañana se extiende solícita y luminosa en el cielo, las páginas pasan acariciadoras y a la vez rompientes y  se reconcilian con la imperecedera tierra.
 Presagios y cantos del tiempo en los sueños hicieron que encontrara esa mañana al hombre que camina cansado todos los días, un día me dijo te voy a regalar un árbol, –yo lo miré con asombro, —¡sí! dijo, un arbolito pequeño, yo tengo muchos… a lo que repuse agradecida, –me encantan los árboles, pero a mí se me mueren las plantas ahogadas por el exceso de agua o el humo del tabaco, sin embargo lo acepto encantada, me gustará su presencia.
Continuamos cada uno por nuestro camino, pasaron diferentes estaciones, de la primavera al verano y del verano al otoño y ambos cambiábamos el semblante según la voluntad del sol, de la lluvia, o el viento.
 El hombre posee la timidez propia de la edad,  y se encuentra en medio de esa indecisión que precede a la muerte, camina ciego ya, en compañía de sus dos ancianas perritas y desea el amor de las jóvenes hermosas con las que tropieza en su camino, siempre se le ve a la vera de una y con su media luz ocular, respira su hálito reconfortado, y tranquilo.
Un día me llevó a su jardín, frondoso y poblado de arbolitos, que él atiende con asiduidad, un auténtico enjambre de verdes plantas que como sus perritas le esperan todos los días impacientes, el hombre me miraba a mí estupefacta, y un poco nervioso, no sabía muy bien si atender a sus plantas o a la visitante, quiso entonces hacerme partícipe de sus manuscritos, quiso mostrarme su última novela que tenia escrita a mano a lo largo de muchos años de soledad y me la entregó para que la leyera.
Pasó el tiempo y me preguntaba qué había sido del arbolito prometido, en sucesivos encuentros nunca volvió a mencionarlo. Por fin  esta mañana soleada me abordó y me dijo:  tienes que venir a buscar el árbol… me puse muy contenta dispuesta a acompañarlo al instante,  pero  añadió –no tengas prisa, da tu paseo habitual que yo te espero, y me indicó el lugar en el que había de esperarle, cuando regresé de mi paseo, y me asomé hacia el interior de la tienda en la que  estaba una de sus perritas atada a la puerta   lo encontré en brazos de una buena moza, entonces  le dije,– te espero voy a un recado y estoy lista.
Me llevó a su casa y me entregó el arbolito, en completo silencio. Cuando lo llevé a la mía y quise cubrirlo con un manto de tierra húmeda, vi que no era un solo árbol sino dos hermosos troncos que se elevaban hacia arriba con fuerza sobre su lecho, pensé en el hombre, pensé en la muerte,  pensé en la vida de esos dos árboles y en la nuestra, imaginaba un tiempo de supervivencia, ¿quién sobreviviría a quién? Muy impresionada,  busqué la luz para asentarlos en donde aquel extraño objeto blanco de la mañana  ya no estaba y se había trastocado en un azul intenso y con la fuerte impresión de la figura solitaria en la noche que me revestía de pies a cabeza,  tuve la certeza de que el silencio de  la tierra nos sobreviviría a los dos.

Pintura: Mark Rothko
Como la tierra y el cielo
Heaven mark 1952

De Silencios en Otoño

miércoles, 4 de diciembre de 2013

CABESTROS Y CALOSTRO











Cabestros y Calostro.


El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres
Simone De Beauvoir


En una ciudad lejana una manada de cabestros me perseguía a través de unas calles superpobladas de gentes que reían y gritaban al paso de los animales, gentes ignorantes de todos aquellos sucesos relacionados con la vida de  un alcance mayor que aquel de sus pobres miradas.
Hombres aquellos que no veían más que la pura apariencia, una falda bien ajustada, un pantalón corto que deja al descubierto unas piernas bien formadas y un trasero en su sitio, ropas nuevas,  acordes con la moda del momento, un lustre en general agradable y presentable, nada más ante sus ojos, eso era todo, ya podían transcurrir diez mil paseos que la reacción de esos seres siempre era única y visual, expectante y espectadora.
Como cabestros desbocados calle abajo perseguían mis pasos en las aceras estrechas, con los ojos encendidos por la furia, anegando cualquier criterio personal, anegando la voz, anegando los sueños, para reducirme a la nada y al vacío, sin hallar respuesta en mi mirada que corría ausente al albur de mejor suerte, tal era la actitud de aquellas gentes salvajes que se retorcían en medio de su ambición y su provecho, tal era su ignorancia y su pasión, la pura apariencia de las cosas y devorarla con la acritud de su mirada, –el simple roce de su tacto escuece, y raspa–, hambrientos, desatados, enfurecidos me salían al paso todos los días con su intransigencia, un gran número de gentes que pueblan el país con normalidad estándar, la locura está servida, ser diferente a una generalidad la trae consigo, el rechazo de la diferencia. Me hicieron beber al fin un cuenco rebosante de calostro caliente y repulsivo con sabor a secreción humana, una secreción densa y amarga cercana al sabor de la desdicha, y vomité, vomité hasta agotar mis fuerzas.
 Cabestros y calostro calientes enfurecidos por el desdén de una mirada ausente que se sumerge en los sueños y que hacen inhabitable el tiempo de lo posible.
 Una imagen nítida, en colores negros y rojos puso punto final a esta pesadilla. De una belleza deslumbrante se alzaba hacia el cielo con sus voces fustigadas clamando justicia y sus figuras levantaban los brazos en actitud de clemencia, una imagen clara sobre un fondo blanco que se confundió con la velocidad del primer  rayo de sol que alumbró esa mañana el despertar.

El cabestro es manso por ser un bóvido de una raza diferente a los de lidia y no por efecto de la castración como algunos creen. El calostro es la segregación de las glándulas mamarias al final del embarazo y antes de la lactancia.


Pintura: Salvador Dalí. El espectro del sex-appeal, 1934. Fundació Gala-Salvador Dalí

De Silencios en Otoño