Desde que se separó de su
marido, no tenía otro objetivo que buscar trabajo en donde fuera, recurrió
varias veces a los servicios de empleo público y siempre regresaba a su
casa desesperanzada, demasiados cursos
de formación que no necesitaba, ya era el tiempo en que su formación era
aceptable y todo le sonaba a cuentos, enfocados a prorrogar su espera
impaciente.
Aquel día después de
muchas vueltas por centros y asistentes sociales, decidió visitar una librería
puntera en publicaciones y muy bien organizada. Asiduamente la visitaba con la
esperanza de descubrir cosas interesantes. Se encontraba hojeando un ejemplar
en el apartado de novedades, cuando un hombre pequeño, con el rostro picado de
viruelas que portaba un viejo sombrero verde de caza, y con ojos desvaídos tras
sus lentes, con una sonrisa de satisfacción que mostraba sus pequeños y
puntiagudos dientes se acercó a saludarla. – ¡Hola, bienvenida!, –me sorprende la cantidad de veces que la veo
por aquí y ha despertado usted mi curiosidad, tal vez pueda ayudarla en algo,
ya sabe… estos escritores noveles no tienen mucho que decir, ya está todo dicho,
es preciso ser original para ser un buen escritor, documentar concienzudamente los
textos, pero estos …–dijo con desprecio, no saben nada, siguen la moda… para
eso lo mejor es leer el periódico, hace tiempo que yo me dedico a la
difícil profesión de escritor y tengo
experiencia,–créame.
Ella sorprendida por el
asalto se quedó sin palabras y casi sin pensamientos, decidió dejar que el
hombre se explayase a gusto por ver hasta donde era capaz de llegar. Tal vez, –insistió
él de nuevo, sea usted muy joven, una culta universitaria que necesite un trabajo. Ruborizándose ella –respondió decidida, viéndose por un momento
como librera en ese lugar, –pues sí, está usted en lo cierto precisamente
ahora vengo de la Oficina de empleo.
Satisfecho el hombre con
su descubrimiento que sin duda intuía, –añadió: tengo unos hijos salvajes a
causa del medio en el que viven, ya sabe la vida de un escritor ha de ser
retirada y solitaria, nos encontramos en una hermosa zona rural, es mi deseo
que entren en contacto con la civilización, y quien mejor que usted para
completar su educación, una mujer culta… atractiva… en medio de una ciudad
rebosante de actividad intelectual… –le propongo una cosa, –dijo, ocúpese usted
de los chicos un día a la semana y será recompensada debidamente, –hable, hable
mucho con ellos en francés, enséñeles a redactar, lean cuentos, seguro que su contacto les será beneficioso.
Muy contenta con su nuevo
trabajo acudió a la cita que habían
acordado los viernes para recoger a los niños, solía llevarlos a su casa en
donde les impartía sus clases. Eran tres, entre doce y cinco años, pronto se
dio cuenta que el mayor manifestaba una pedantería precoz, el del medio era un
artista en ciernes que acostumbraba a pintar cadáveres, y el pequeño se
limitaba a berrear todo el tiempo. El hombre, antes de que llegaran los chicos,
la invitaba a tomar café con su cuadrilla de carcamales también escritores, que
prestaban mucha atención a su juventud
tan resuelta y de pronto, en medio de la iluminada conversación, un día, decidió
invitarla a comer a su casa con el fin de que el intercambio cultural se
realizara felizmente.
Acudió a su cita en el pueblo con su vehículo y tras no pocas
dificultades llegó a la sórdida casa del hombre. El ambiente allí estaba teñido
de tonos medievales y tétricos, el
cementerio se encontraba en la parte de atrás, las ovejas transitaban delante
de la puerta a sus anchas, las sucias gallinas lo embadurnaban todo, un perro
famélico se paseaba alrededor, venían
humos de hogueras procedentes de la era más cercana, el pueblo era diminuto, a
duras penas habitaban en él, el señor cura, el alcalde, el maestro y él D. Paco, “el escritor”. La hizo pasar a su
despacho a través de un pasillo lleno de vigas salientes por el techo, pisando
un suelo de duro y frío enlosado, una vez en el interior, él, muy excitado le
mostró su lugar de trabajo perfectamente ordenado, con enormes pilas de legajos
e informes sobre la época oscura de la Edad Media y la Santa Inquisición.
Ella sobrecogida por tan
sorprendente visita, callaba y esperaba impaciente la hora de comer, deseaba
salir de allí lo antes posible, él peroraba y peroraba a sus anchas en contra
de esas modas imperantes que tanto le perturbaban, surrealistas y pintores
abstractos que no decían nada a derechas, existencialistas que vestían de negro
y fumaban sin cesar a saber qué, alcohólicos que recitaban poemas a altas horas
de la madrugada, pobres revolucionarios de las letras que jamás serían
publicados, él veía en la represión de estos incautos la mano dura de la Santa
Inquisición, pero él no era el causante de tales desmanes, en absoluto, él era
un hombre liberal y en aquellos días de niebla y agitación, su vida de autor
reconocido, era un remanso de paz, bien casado, contaba con una robusta nodriza
para sus hijos como fiel esposa, había conseguido el beneplácito de la crítica,
le mostró orgulloso todos sus merecidos premios y firmas de insignes próceres
de las letras, con la esperanza de sorprenderla, en ese momento, en el que la emoción brillaba por su ausencia,
poco le interesaban a ella sus trofeos, un escalofrío recorrió su cuerpo, él, con
su actitud heterodoxa, recibió con gusto a su
mujer, una campesina burda e inculta que tímidamente se apoyaba en la
puerta con todo su volumen y al margen de tanta sabiduría les anunció: la mesa
está servida.