Si vieramos realmente el universo tal vez lo entenderíamos. J. L. Borges
A lo lejos se alzaba majestuosa iluminando la noche una luz blanca, rotunda y hermosa, quieta, que invitaba a soñar.
Ya las luces del día se habían acostado, y las sombras permanecían encendidas en la oscuridad cansadas de su empeño pertinaz, en oscurecer el día.
Como todos los días, se asomó a la ventana desde la cual contemplaba extensa la bahía silenciosa y una luz intermitente le desazonaba todas las noches, porque se repetía de manera muy humana… ese caminar errante del día, de la luz hacia las sombras.
Miró a su alrededor y comprobó que esa luz inquietante, sobraba ese día, la noche se extendía por el cielo iluminada.
Con esa impresión mágica en los sentidos se fue a dormir, esa noche era una noche blanca que todo lo inundaba y los sueños se demoraban y demoraban y no llegaban nunca, no podía conciliar el sueño.
Escuchó las voces y los gritos que habían surcado el día, vio a los niños que jugaban en la playa, vio a los hombres y mujeres trajinar de aquí para allá con sus afanes, recordó las palabras de otros, insistentes y cortantes.
Distante, como la luz que se extendía en el cielo, contempló todos los quehaceres cotidianos, las prisas, la rutina, el tedio, los enamorados dispuestos a confundir y mezclar su amor con otros seres, ese vagar de aquí para allá, siempre en espera de algo, siempre en pos de una sorpresa que no llega nunca.
Las cosas más nimias se tornaban relevantes entonces, y todos vagaban inconscientes en la certidumbre de ese presente, activo y presuroso dirijido hacia ninguna parte, todos andaban errantes y daban vueltas y más vueltas a lo mismo, ufanos y erguidos, ajenos a la realidad del universo en el que habitan, vestidos de monotonía y hastío, vestidos de blanco…
Se quedó dormido al fin, y pudo contemplar sereno, esa luz blanca y brillante que siempre lo acompañaba y lo había perseguido desde su más tierna infancia.
Comprendió que la futilidad de los días se alza hermosa en el cielo, algunas noches de luna llena.