lunes, 4 de noviembre de 2013

LEÑA









LEÑA


Visible era el aroma
Como
Si el árbol
Estuviera vivo
Como si todavía palpitara.

Oda al olor de la leña
Pablo Neruda


Hombres armados con hachas, cuchillos afilados y serruchos se encaminaban resueltos hacia el bosque de hayas situado al pie de sus casas y talaban los árboles sin piedad, se acercaba el frío, y había que almacenar la leña para el invierno, mientras se alejaban con el botín, el vergel sangrante aullaba con el compás del ladrido de los perros que encadenados e inquietos  les esperaban  en sus casas.
En silencio regresan y grandes almacenes de leña apilada quedan al descubierto frente a un camino de piedras, el olor a humedad mezclado con el de  las ramas y troncos muertos se hermana con aquel de  las fogatas hogareñas de aquellos hombres sin piedad.
Llegaba el hombre cargado con los haces de leña para calentar una estancia sombría y triste, en la que las paredes hablaban de los silencios del pasado.
Acallar los pasos imperturbables de aquel hombre  a través del laberinto de una casa poblada de ecos pretéritos que a menudo,  acuciantes, imponen su dominio sobre pobres seres desdichados, era tan difícil como apagar el fuego de aquellas brasas.
Él cortaba la leña  en pequeños troncos que poco a poco iba depositando en la pira de la chimenea ardiente que iluminaba la sala todos los inviernos, firme y desprovisto de todo pensamiento hundía también el hacha en las ramas aun vivas, impregnadas sus cortezas  con la humedad del hayedo al que acudía todas las mañanas para cortarlas.
La monotonía de sus actos la acompañaba a ella en silencio y evidenciaba su propia lejanía con un obstinado sentido de la realidad, –todo el  interés del hombre se centraba en blandir con seguridad el hacha, atizar el fuego y sentir el calor de un hogar que se marchitaba con los años.
No era una soledad amarga aquella sino por el contrario era dulce y agradable para ella, invitaba a leer libros de poesía perfectamente impresos, y otros libros que hablan de esas soledades inmersas en el vacío del universo, lejos de afanes perecederos, lejos del ímpetu marino que arrastra nuestras vidas a la desesperanza. Alzaba la vista a través de la ventana y contemplaba el mar tumultuoso lanzarse sobre la tierra, la desolación entonces se hacía visible y ella  sumergía su mirada entre las páginas amarillas de un libro desgastado por el tiempo.
 Una llameante fogata era atizada con frecuencia por el hombre silencioso, el calor se hacía poco a poco sofocante y ardía el rostro enrojecido por el fuego, el sueño le cerraba los párpados, la imaginación se adormecía, sentada en el  viejo sillón contemplaba la imagen invernal que se repetía todos los años de su vida con idéntico ritual, ella no amaba a ese hombre voraz y desvergonzado que como un intruso saboreaba su vida, ese hombre procaz que lo único que sabía hacer era atizar el fuego con más leña.
 Fuera de aquellas páginas los sones de la realidad se confundían con las vehementes olas de la playa, realizaba sus labores cotidianas y todo se llenaba con la magia de esas palabras duras y en ocasiones despiadadas que describen el roce del autor con la humana existencia. Fuera de aquellas páginas en el encuentro fortuito con otros seres ella comprendía esas voces que claman piedad en el triste cementerio de los vivos. Leía aquel libro desde la distancia y consternada, se dejaba abatir por paseos poblados de abedules, por seres abyectos cubiertos de grasa, por la imposibilidad de vivir, por la fatiga del insomnio, realidades contadas con la fiebre de los sueños, leía aquel libro y analizaba sus frases inconexas, y soñaba su mundo con idéntico aliento.
Un grito horrorizado que pronunciaba su nombre y la reclamaba  con urgencia despojándola del ensueño resonó fuerte  contra las paredes humeantes de la casa, era el grito de los árboles del bosque que ardían sobre  el hombre que cortaba su leña y yacía tendido en el suelo envuelto en un mar de fuego, ella en completo silencio, todavía aturdida por el sueño  le tendió una manta por encima y apagó con insistencia todas las llamas que poblaban aquella habitación.  

Piet Mondrian.
Avond evening the red tree 1910
De: Silencios en otoño