jueves, 31 de octubre de 2013

EL RUMOR DEL SILENCIO









EL RUMOR DEL SILENCIO

la gente se mece y en la grava se pasea bajo este vasto cielo que de lomas lejanas a lejanas lomas llega.
Franz Kafka (cita)

Los antiguos antepasados miraban siempre al cielo en busca de alguna señal, de algún presagio y se los suele pintar como abuelos cansados  con una enorme  cachaba que alzan su mirada hacia él en busca de alguna esperanza, entonces, imaginaban largas historias sobre los fenómenos celestes sazonadas con acciones divinas que en el amanecer y en el ocaso invitaban al ensueño. Interpretaban el vuelo de los pájaros y en ocasiones veían en ello la señal de una buena o mala noticia, la forma de una nube, el despertar del sol y la melancolía del día que se va. Otros antiguos inventaban prodigios siderales ante la amenaza de una guerra, divinos prodigios que estremecían las almas de aquellos seres desdichados del pasado.
El cielo se confundía  con el mar, ninguna ola, ninguna nube y el sol brillaba intenso sobre el azul eterno. Un hombre grande, de aspecto amable, de mirada acuosa ya a causa del paso del tiempo, con una larga barba, tocado con un sombrero de ala ancha, caminaba cansado por la playa, contemplaba ante sus ojos un bello espectáculo teñido de azul, la luz del sol hería sus ojos  con fuerza a esas horas de la mañana, en silencio y pensativo, imaginaba con ansia otras orillas diferentes en las que arribaba el mar, imaginaba tierras en sus límites más allá del horizonte en donde una línea imperceptible se perdía en el universo, sabía que más allá del vacío del éter otros seres esperaban su llegada, como él esperaba la presencia de cualquier ser humano a su alcance.
Solía contar hermosas historias fantásticas a todos aquellos que querían escucharle y todos disfrutaban encantados con sus viejas aventuras en el mar, había atravesado el Océano en su juventud y vivido otras muchas vidas en aquellas tierras que él  coloreaba a su antojo para sus oyentes.
Un día su nieta le preguntó ¿abuelo de dónde viene el mar?, el abuelo confundido con la pregunta que se alejaba de sus fantasías, le respondió – el mar no viene de ninguna parte, está en el universo, como las montañas, los lagos, los ríos, los bosques… y la tierra solo es una pequeña porción en donde habitamos nosotros, cuando es muy grande se le llama océano, ha recibido además muchos nombres a lo largo de la historia y su inmensidad y bravura nunca ha dejado indiferentes a los poetas–. No satisfecho con la respuesta para una niña tan pequeña que imaginaba  los seres fantásticos que habitaban  en el seno del mar tal como él mismo se lo había contado, se fue en busca de un viejo atlas que guardaba en su armario cuidadosamente y le mostró a la niña el universo, como en un cuadro en el que todo estuviera perfectamente colocado, ella al paso de las páginas las tocaba y las acariciaba con sus manos y mantenía los ojos muy abiertos, su universo se ampliaba al mismo tiempo que el de su abuelo expiraba en el vacío, él sabía muy bien que esos seres fabulosos con los que que ella soñaba, eran fruto de su propia imaginación, pero cuando paseaba por la playa, como todos los hombres sobre la tierra, iba en busca de algo que calmara su impaciencia, sus anhelos, su impotencia ante semejante esplendor de la  belleza, se sentía abrumado por el cerco de la atmósfera que le envolvía en la nada de su ser, ¿cómo explicarle a la niña los presagios de ese día?
Una señal semejante a un rayo del sol  le había producido una impresión profunda y cegó sus ojos cansados en la porción de universo que pisaba,  el misterio de la vida es el arte de los sueños, se sentó a orillas del mar para escuchar el rumor del silencio que lentamente al compás de sus aguas  le fue adormeciendo en un  sueño eterno, azul como el mar azul, azul como el cielo azul, azul en  fin como sus ojos  también azules  que cerró para siempre.

Pintura: El gran mar azul en Antibes

Claude Monet

De Silencios en otoño

miércoles, 30 de octubre de 2013

UN SUCESO INESPERADO








UN SUCESO INESPERADO

El árbol no es otra cosa que una llama floreciente
Novalis


Una brizna de fuego se coló en una de las ranuras del teclado del ordenador, en cuestión de segundos  un color dorado rojizo iluminaba poco a poco las teclas, un movimiento rápido de mis manos le dio la vuelta con el fin de que el fuego adherido en su interior se despegara  con rapidez, la gente que pasaba por la calle se detenía a observar  el suceso con cara de asombro, un frenético trajín de  sacudidas, volteos, encendidos y apagados, el aire exhalaba desde mis pulmones el desaliento y soplaba con insistencia sobre el iluminado teclado, se me llenaron los ojos de lágrimas, una sacudida oprimió mi estómago, mis manos, hábiles en otro tiempo, se deslizaban torpes y asustadas sobre la superficie del aparato, un temblor de pánico sacudía todo mi cuerpo, sin consuelo y aturdida abría mis ojos anegados en llanto para ver con sorpresa  un texto en su pantalla que aparecía a intervalos, de repente las letras se desprendían y se deslizaban en todas las direcciones como enloquecidas por la fiebre del fuego y su color amarillo se llevaba los negros signos con su azote devastador y ondulante,  unas mujeres en el rellano de una escalera situada en la acera de enfrente reían con estrépito, sus carcajadas punzantes atronaban mis oídos  mientras proseguía con la manipulación del artefacto, lo más preocupante de todo , era el texto que se desvanecía y se escapaba y con él todos los libros allí guardados, contemplé angustiada  un juguete roto y el ambiente hostil que me rodeaba, con los nervios crispados a causa de mi torpeza aciaga, lo apagué , lo puse debajo de mi brazo y me dirigí a mi casa, una vez colocado sobre  su mesa habitual, lo encendí de nuevo, el texto escrito apareció en primer lugar con todas las letras perfectamente nítidas y quietas sobre el blanco acostumbrado,  yo esperaba el intervalo del cortocircuito, las cenizas de su destrucción,  pero el texto permanecía con obstinación en la pantalla, ejecuté otras acciones para que aparecieran otros documentos guardados y todo funcionaba a la perfección, el ordenador en su ambiente recobró su estabilidad, llegó entonces el sosiego, tendí mis brazos hacia atrás en posición de descanso y respiré con alivio, todavía unos segundos más  lo apagué y lo encendí repetidas veces, con el fin de estar en lo cierto, todo seguía en su sitio, el color dorado rojizo había desaparecido, era el ordenador de siempre, un ejecutor ordenado de sueños, lo apagué definitivamente, abrí la ventana esperanzada, respiré la brisa de la tarde y   la brizna de fuego encendió mi corazón solitario.

Pintura: El árbol de las moras 1889  

Vincent van Gogh

De Silencios en Otoño.

lunes, 28 de octubre de 2013

HACES DE LUZ Y SOMBRA


  
HACES DE LUZ Y SOMBRA

Orillas del amor
Como una vela sobre el mar
resume ese azulado afán que se levanta
hasta las estrellas futuras
hecho escala de olas
por donde pies divinos descienden al abismo
Luís Cernuda

 Una mancha blanca de luz brillante tiende hacia el desierto del mar, hoy se ha extendido suave y rizada sobre toda la superficie marina para ser zarandeada por las olas. El rugido del  mar encrespado ha resonado toda la noche y resuena al despertar, el viento azota las ventanas y trae salpicaduras fuertes de lluvia, el sueño es profundo y se aleja del tumulto de las aguas furiosas en una estancia oscura y silenciosa arropada por una dulce melancolía, los pájaros también han huido,  llega el invierno y azota la desolación ventosa.
Me acosté con mucho sueño y después de leer unos poemas me sumergí entre las sábanas, al poco tiempo comencé a caminar por calles desoladas, –ese temor me asalta siempre que voy a dormir, cachivaches, espejos rotos, muebles viejos, libros usados, y una luz insistente, clara y blanca ciega mis ojos atravesando los soportales oscuros y húmedos, –imágenes que me acompañan siempre en los sueños, hombres viajeros, mujeres que se contemplan en un espejo y mudan su semblante en angustiosa congoja, por más que dispongo las cosas con atención antes de sumergirme en las sombras de la noche, esa luz se extiende sobre mi frente y me acompaña a través de esas calles anónimas, lejanía de deseos frustrados, retazos de un tiempo vacuo. La suelo ver en las primeras horas de la tarde sobre el mar como simple reflejo del sol en el agua, otras veces dibuja líneas de espuma sobre el oleaje, una lucha encarnizada con las sombras se produce en días de tormenta y siempre prevalece con esa fuerza serena que la caracteriza.
Un hombre seguía mis pasos en la noche húmeda, quiso acompañarme  y aunque yo me mostraba distante y somnolienta, insistía en acompañarme, decía que envidiaba mi soledad, y me creía feliz en ese estado, –siempre vagando sin rumbo… y  respirando al azar....
 Ese regusto de lo inesperado y casual, que siempre nos sorprende lejos de un mundo programado, la intensa búsqueda del acaso, de la deslumbrante sorpresa, me acompaña siempre iluminado por esa clara luz blanquecina. Salimos del entramado de calles y fuimos a parar a un camino pedregoso que dañaba las plantas de los pies al pisarlo traspasando sus punzadas las suelas de los zapatos lo que hacía aún más incomodo el trayecto. Él,  empeñado en acompañarme  se excusaba una y otra vez ante mi silencio, un silencio que yo no quería romper por nada del mundo, mientras tanto  aparecía cada vez más obcecado, –siento envidia de tus pasos, me decía,  —siempre tan sola… a mí me sonaban falsas sus frases y comenzaba a molestarme su compañía, como yo misma dirigía mis pasos, evité alcanzar lugares solitarios y preferí virar hacia el centro.
¿Qué quería ese hombre? ¿Por qué era tan insistente? ¿Cómo evitarlo? El hecho de conocernos desde aquellos años de juventud refrenaba mis impulsos con reparo y en cierta medida me sentía obligada a escucharlo.
Un tropel de gente entraba en un bar abierto a esas horas de la noche para solaz de los noctámbulos, un hombre borracho canturreaba a solas tumbado en una esquina, mujeres gritaban y llenaban la atmósfera con sus risas, perros y gatos deambulaban desconcertados, el hombre agarró con fuerza mi brazo y parecía disfrutar de lo que veía y hacía, yo con mi silencio roto, perdí el sentido de la orientación y deseaba regresar a mi casa, el hombre no me soltaba,  hasta que en un gesto de enfado me deshice de aquello que oprimía mi intimidad, aceleré el paso en dirección a mi calle, y le rogué que no me acompañara, como era un hombre obstinado todavía insistió en acompañarme un tramo más, yo deseaba correr entonces, deseaba gritar, me enfurecía cada vez más. Siguió un buen rato detrás de mí, ofreciéndome una copa, entrar aquí o allá y al mismo tiempo mis pasos se aceleraban, yo sabía que ese hombre era esa clase de hombres que invierten dinero en invitar a una mujer con el fin de manosearla y si es posible llegar más lejos, esa clase de hombres que se creen con derecho a todo, pertinaces y plúmbeos, que solo persiguen su obsesión sin pararse a pensar que tal vez la persona acosada se encuentra en otro punto del universo.
Jadeante llegué por fin a mi casa, la bañaban haces de luz y sombras. Espejos uno sobre otro que reflejan luces de colores llenaban de destellos la atmósfera e iluminaban los libros envejecidos,  entré entonces en un dormir tranquilo al que solo acompañaban los sueños, solitario e imperecedero hasta el amanecer. El ronco sonido de un mar enfurecido me despertó  y me hizo sentir la ira de un dios amenazante que como un amante desairado clama venganza.

Pintura: Marc Chagall

De Silencios en Otoño

domingo, 27 de octubre de 2013

ALGARABÍA








ALGARABÍA


La calle se alarga se estrecha y oscurece cuando anochecen  los días, lleva un nombre danzante, suena su música y se recoge en el recinto vago  y lóbrego a las seis de la tarde, olfatean los gatos sin número, comida para ellos con ese olor fuerte de carne cruda mezclada con sangre,  los trastos, las velas, la oscuridad de la noche, los frutos secos,  perversión de la realidad que realza los usos cotidianos, la acción de tomar el té, parsimoniosa y lenta, sensual el silencio y el gesto, el tiempo es otro tiempo poblado de fantasía, fantasmagórico y escueto, las acciones avanzan impetuosas unas con otras sin cesar dispuestas para resaltar lo innato a lo largo del día, entre tinieblas los espejos brillan y reflejan la verdad de lo aún incierto y se estrella contra ellos la certeza de lo bello de la existencia en el momento mismo exultante y sereno, el acto más puro alumbra la oscuridad  con un simple abrazo que se clava y se retuerce y se proyecta contra el frío de la hermosa noche desvelada.
 Retrato siempre presente que recuerda la ausencia, Las flores del mal, malditos y ajenos a cualquier rastro de la  otra realidad de las cosas, deliberadamente ausentes, sin atisbo de locura, pasión encendida en cambio, amor sin límites, tiempo de uvas, los aromas alternan unos con otros sin tregua, caminar desafiante, la diferencia llevada al extremo con altivez, la razón se enciende y ve la verdad de los acontecimientos que ocurren sin más, el fantasma de la muerte está presente ahuyentado por la presencia de mil  gatos alertas y encendidos, sus paseos se suceden, ya se extienden sobre el lecho voluptuosos y eternos, ya irrumpe en el patio la algarabía de animales hambrientos, voraces, guardianes al fin  del rumor, de la soledad, de la dicha y el goce de los sentidos, de la paz infinita, de la tierra firme bajo los pies sobre un mundo informe que chirría molesto al paso de los amantes. 

sábado, 26 de octubre de 2013

EN LA ETERNIDAD DEL SILENCIO







EN LA ETERNIDAD DEL SILENCIO

si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo” J. L. Borges
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Las mujeres ordenaban la habitación vestidas de negro hasta los pies. La hermosa huerta cubierta de viñedos, y sembrados asomaba tras las ventanas, el camino pedregoso hasta las vides y el banco de piedra en donde ella solía sentarse, aparecían de pronto iluminados por la primera luz de la tarde, la luz del silencio que evoca a los muertos.
Aquella mujer hermosa tenía la costumbre de dormir sobre una tabla rasa y así mantenía erguida su austera figura. En la alacena del comedor aún  conservaban su cálido tacto figuras en sal blanca de peces, patos y cestillos hermosamente trabajados  que resaltaban la pobreza sobre la ruda madera en la que algún día como este, ella los posó como reliquias infantiles de lejanos  tiempos. Su escueto lecho aparecía desnudo y vacío en el interior. Los muebles raídos por el tiempo eran sillas huecas, deshabitadas, en torno de una mesa que en otro tiempo se llenaba de risas, y esperanzas. La puerta de entrada se abría estrecha e  irregular bajo el peso de una oxidada cancela.
Los visitantes buscaban algún rastro de valor, en aquella casa pobre, algo que colmara su ambición, yo respiraba el ambiente y sentía el calor de su antigua dueña. Recordaba las historias de mi abuela, en las que uno de mis antepasados con una barba inmensa acostumbraba a alzar a sus tres hijas pequeñas agarradas  con las manos a la hermosa guedeja, tal era la fuerza del hombre que la sostuvo a ella, a su otra hermana y a la dueña de la casa que pisábamos.
Se hallaba situada cerca de una plaza en la que de  una burga brotaba agua caliente para asombro de mi ilusa niñez, deambulamos aquí y allá, mojé mis manos en la fuente y una impresión casi divina invadió mi pequeño ser.
En el silencio eterno escucho todavía aquellas voces alejadas y siento bajo mis pies el suelo empedrado de aquellas calles, la nada de sus habitantes, el calor de la tarde de un verano acabado, en el que la muerte queda velada por el ensueño que se prolonga hasta nuestros días y se respira en una atmósfera extranjera, extraña para las voces de este tiempo que claman cargadas de violencia.
Llegamos a un hotel balneario en donde un hombre joven y rubicundo nos acogió con dulzura, de pisada tenue, reflexiva y rostro sonriente, nos dio la bienvenida, y pronto muy locuaz nos explicó todos aquellos datos que yo solamente había percibido a través de los sentidos, él era uno de los afortunados que encontraba refugio entre aquellas amplias faldas de la mujer cuando sentía miedo.
El inmenso mar extendido a lo lejos exhala aquellos dulces días de encuentros. Una luz blanca aparece reflejada sobre el agua de ese mar tranquilo y sosegado a estas horas de la tarde como un mensaje de esperanza en el amanecer del invierno. Un leve zumbido en el oído me recuerda que el silencio también habla, porque en silencio se escuchan todas las voces que están escritas en la memoria y las que arrastra el tiempo a través del espacio que cruzan las aves, la profundidad  del abismo como una brecha ciega nos hiere y nos separa, nos llena de anhelos, y levemente soñamos dentro de un sueño eterno que inocentemente llamamos vida. ¿Qué importa la desolación de este silencio concreto, si hay otros silencios, si innumerables silencios pueblan nuestro refugio desde la niñez más temprana? ¿Qué importa la espera?
Ella, el abuelo, sus hermanas, las mujeres vestidas de negro, el hombre rubicundo  desaparecieron en la niebla del ensueño dejando tras de sí el rastro de su pobre morada vacía poblada de ecos enredados en las hermosas barbas del último silencio.
Pintura: “En la puerta de la eternidad”.

Vincent Van Gogh

De: Silencios en Otoño

miércoles, 23 de octubre de 2013

EL TRÁNSITO DE UN SUEÑO









EL TRANSITO DE UN SUEÑO

Dos especies de manos se enfrentan en la vida,
brotan del corazón, irrumpen por los brazos,
saltan, y desembocan sobre la luz herida
a golpes, a zarpazos. (…)
Las Manos, poema de Miguel Hernández

En un viejo  taller destartalado, él modela anillos de plata coronados con bolas de colores que se engastan fácilmente en el metal y pueden intercambiarse. Imagina todas las manos que le visitan para adquirir una pieza y nunca las que se extienden ante sus ojos le satisfacen plenamente, él busca las manos perfectas, unas manos dignas de una dama, estilizadas, con dedos frágiles y largos que puedan lucir su arte, imagina mujeres de otro mundo en el cual llevar uno de sus anillos no entorpezca ninguna actividad, mujeres que nada realizan con las manos y las mantienen impolutas y vírgenes.
 Se encierra en su taller por las noches y cuando ha terminado una pieza llama a su amiga para probársela, pero ¡oh! decepción, las manos de su amiga son nerviosas, tienen los dedos torcidos como si hubiera hecho un gran esfuerzo antes de nacer agarrotadas en las paredes del útero materno, sus manos han clamado auxilio, y sus huesos retorcidos y deformes no pueden con el enorme peso del anillo que se prueba y éste se ladea torpemente, y los ojos del artista lo lamentan con desagrado.
En adelante cada vez que creaba una nueva maravilla evitaba llamar a su amiga que siempre mantenía activas sus extrañas manos en este o aquel menester con la destreza de unos huesos osificados ya en su deformidad temporal  pero  eficientes en sus movimientos rápidos acostumbrados a la lucha prenatal, así que él decidió fabricar unas manos perfectas en cera fundida para que le sirvieran de prueba, de ese modo se sentía ajeno al lamentable espectáculo de ver sus obras maestras en unas manos cuya historia delata el esfuerzo y la invasión del dolor.
Volvió a encerrarse en su mágico taller, ilusionado con sucesivas pruebas.
Todas las pruebas resultaban perfectas, su amiga era la encargada de poner las joyas a la venta en un puesto callejero, muchas mujeres fueron las que una y otra vez se probaban los anillos extendiendo sus manos hacia adelante con ese aire de coquetería femenina que manifiestan algunas de ellas cuando se prueban joyas que consideran dignas de adornar una parte de su cuerpo.
Ella extendía solamente la mercancía al tiempo que ocultaba sus manos tras el estante temerosa del fracaso, él observaba sentado en un taburete fijando su atención en las múltiples manos que iban apareciendo, taciturno y esperanzado, lo que estaba esperando eran las manos de sus sueños, esas manos estilizadas para las que había destinado su arte.
El día llegó de la manera más inesperada, su amiga se quedó sin habla, él se levantó de su asiento para recibir a la portadora de aquellas manos soñadas que superaron con gran éxito la prueba, unas manos blancas como la cera, virginales y provistas de largos dedos, en las que la ausencia del dolor y del esfuerzo las hacían semejantes a un sueño que ninguna técnica artística podría nunca igualar, se volvió a su compañera con el gesto sombrío y le pidió por favor que se retirara, que él se encargaría de la venta personalmente.
 A partir de entonces una nueva compañera le servía de modelo en el taller de los sueños.

Foto: Vincent Van Gogh

Manos

De: Silencios en Otoño

martes, 22 de octubre de 2013

EL AMARGO PLACER DE LA DERROTA









EL AMARGO PLACER DE LA DERROTA

 La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce
J.L.Borges

Como  el que camina despreocupado y atento sin embargo a las embestidas callejeras, como ignorante del flujo urbano a ciertas horas del día, empapado hasta los huesos, resguarda de las inclemencias del tiempo unas hojas cuidadosamente apiladas dentro de una envejecida carpeta azul recuerdo de la infancia, sueña despierto ese día mientras mueve sus piernas al ritmo común del viandante, siente latir toda la actividad de sus manos en la tarde, es un escrutador de palabras, es un escrutador del tiempo que vigila cada segundo que pasa porque se le va la vida en ello, es finalmente un hombre derrotado, no conoce el éxito, como tampoco conoce la venganza ni la voracidad que como fieras enjauladas manifiestan otros seres, fue derrotado por el amor que le hirió temprano en los albores de su juventud, fue derrotado en su profesión, avasallado y pisoteado, conoció también la derrota ajena de algunos de sus mejores amigos, es un loco solitario que nada espera de la vida más que un instante más del destello que le llevó a la locura. A su ritmo despreocupado en medio del vacío del mundo, comprimía su cartapacio contra el pecho desesperanzado, ya el ruido de papeles unos contra otros desparramados por el suelo arrimado feliz a la puerta de su coche una mañana de primavera  no le proporcionaría la dicha inmensa de aquel  encuentro, cuando imprimió la primera edición de su trabajo, entonces, un gran hombre dirigía sus pasos para que al fin lograra desarrollar su historia aherrojada y maldita, aquel encuentro con su mejor amigo ya nunca volverá, se lo llevó la muerte y esa fue la peor derrota.
Entró en un café con el propósito de resguardarse, se sentó en un rincón apartado del bullicio, las miradas curiosas habituales en esos lugares no faltaban, se colocó las gafas y se dispuso a abrir su cartapacio, contempló con placer el trabajo realizado, era como contemplar al mismo tiempo largas horas de esfuerzo, todo el desgaste de sus ojos, días de sol y de niebla, días apacibles y exaltados, desesperación ante el fracaso de una investigación, luces y sombras, sonidos cotidianos, paseos por el centro de la ciudad, cigarros que se encienden y se pisotean,  y la larga espera del final que no llega.
Cuando más concentrado se hallaba entre las páginas que acababa de imprimir, alguien se le acercó para entablar conversación, él, reacio al principio se mantuvo distante y ligeramente molesto por la intromisión.
La mujer extendió su mano para presentarse y él aún mantenía las suyas sobre sus hojas como para salvaguardar su intimidad, aun no se había internado en esa realidad casual fruto de un mero guarecerse de la lluvia, y de pronto se vio desnudo y sin palabras, tímidamente extendió su brazo para saludar, –te conozco desde hace tiempo, —dijo ella, —te veo pasar por aquí todos los días y siempre me he preguntado el por qué de ese caminar cansino y sigiloso, parece que huyes de algo menos intranscendente que un día de trabajo, ¿quizás te persigue la justicia? ¿te dedicas a negocios sucios? ¿ te ha abandonado tu mujer?, él comenzaba a impacientarse, y no contestó a ninguna de sus preguntas que una tras otra iba rechazando, la mujer asombrada por tanto silencio, quiso suavizar su brutal entrada y le dijo, hablando sola en todo momento –tienes cara de buena persona, esos surcos a ambos lados de tu cara rebelan lágrimas en el pasado, tus ojeras delatan largas horas de insomnio, tu boca refleja la amargura de un hombre solitario, tu triste mirada es la mirada de un miope, y tus manos nerviosas las de un artista, ¿acaso pintas? ¿escribes música? o ¿tal vez escribes libros? Ella no apartaba su mirada de los papeles que poco a poco él iba recogiendo y guardando en el cartapacio con ademán de marcharse, –no, –solo soy un hombre cansado que busca un final para su novela –ha sido un placer hablar contigo, he encontrado en tu compañía un final para mi libro, tú me lo has proporcionado, como muestra de gratitud te enviaré el primer ejemplar publicado –los corazones rotos se curan, los corazones protegidos acaban convertidos en piedra.
Poco a poco fue desembarazándose de la visitante y en silencio salió del local en dirección a su casa con la impresión que se siente al haber perdido algo, algo que solo iba a encontrar sentado ante su escritorio en busca de ese final que nunca llega mientras nuestro corazón late impaciente.

Foto: Piet  Mondrian (1872-1944)

The Large Nude, 1912

De: Silencios en Otoño

domingo, 20 de octubre de 2013

EL RASTRO DE UNA SOMBRA











EL RASTRO DE UNA SOMBRA


No es que el poeta piense constantemente en todas las cosas del mundo, ellas piensan en él. Están en él, lo dominan

Hugo von Hoffmansthal


Ocurrió una tarde generosa de invierno, el sol brillaba con esa luz tímida,  mate y blanquecina que reviste los edificios de la ciudad de un tiempo de espera,  poco tiempo antes de que anocheciera.
Un hombre caminaba lentamente  y su sombra se iba proyectando a su paso sobre las paredes, distorsionada sobre los árboles, él despreocupado encendía un cigarrillo y el humo al tiempo que rebotaba contra los duros muros de cemento, dejaba el rastro de su sombra en ellos, caminaba a pocos pasos de él cuando me di cuenta de que si me aproximaba un poco la proyección de mi sombra se fundía con la suya en un abrazo oscuro y melancólico, sin prisa iba observando los movimientos de otros viandantes sin perder de vista la fiesta de proyecciones que se tocaban sobre el cemento y me hizo gracia el hecho de que nosotros nunca nos tocábamos a tan prudente distancia.
De pronto sentí curiosidad por el personaje y seguí tras él a lo largo del trayecto con la intención de observar en donde la sombra finalizaba. Llegamos al fin a un camino desprovisto de edificios, y las sombras cayeron estrepitosamente al suelo, quise saber en dónde  nos encontrábamos pues mis pesquisas me orientaban a un solo objetivo y pronto me di cuenta de que el hombre tenía un destino, llegamos a una verja que él abrió con la destreza que da la costumbre de un hecho repetido, y mientras él se adentraba en el interior me quedé a unos pasos lo suficientemente alejados para que él no me viera, tal era el grado de intimidad que me habían proporcionado sus sombras que decidí averiguar algo más sobre su vida. El lugar era un magnífico Camposanto, amplio y que producía idéntica sensación de anonimato que el centro más bullicioso de la ciudad, estaba perfectamente señalizado, dividido entre numerosas calles a cuyos lados se asentaban tumbas y panteones cargados de mensajes y de flores, ya las sombras cuarteadas se desvanecieron sobre los nuevos aposentos, él tomó asiento sobre una de ellas y solo como estaba entonaba una canción en una lengua desconocida para mi, mientras aseaba el lugar y colocaba unas macetas refrescándolas con el agua de una fuente cercana, daba vueltas alrededor cantando la triste canción al tiempo que una lágrima se deslizaba sobre su rostro y fue a caer en el centro de la cabeza de mi propia sombra que descansaba rota sobre la tumba de al lado. La noche se me venía encima casi sin darme cuenta absorta entre las imágenes que contemplaba y mis peregrinos pensamientos y conjeturas,  volví sobre mis pasos presa de una gran confusión y tras un trayecto ya libre de sombras llegué a mi casa y me acosté esa noche con la esperanza ciega de que me abrazara un nuevo sueño.

Foto: La sombra de una duda Alfred Hitchcock

De: Silencios en Otoño

HACEDORES DE SUEÑOS









HACEDORES DE SUEÑOS

Cuando el niño era niño
caminaba con los brazos colgantes,
quería que el arroyo fuera río,
que el río fuera torrente, y este charco el mar.

Peter Handke. "Canción de la niñez", en El cielo sobre Berlín (1987)
Se encontraron en un lugar del mundo en el que todo era silencio y allí habitan con los sonidos de sus criaturas, en las entrañas del eco. Un impacto tan luminoso que genera impotencia en las sombras.
 Andaban alejados sin saber que las ondas se asemejan a veces al infinito del vacío, se afanaban por leer en su imaginación esos sonidos silenciosos y lo trasladaban a un lienzo, a un papel, el teclado de ella recorría sendas y vericuetos extraños y no le salían más que vagas impresiones de lo hacedero, quisiera pintar con un carbón negro su desesperanza, su lejanía, pero solo le salían esbozos de desaliento.
Una noche tuvo un sueño, un ángel se sentó al borde de su lecho, el ángel no veía bien y miraba al vacío como si en él hallase la imagen esperada que visitaba, la habitación comenzaba a iluminarse con los primeros rayos del sol adquiriendo así un color dorado resplandeciente, ella dormía y aún sus ojos no se abrían porque su deseo era escuchar por fin  la voz del ángel, no era el ángel que nos pinta la historia sagrada, a este ángel le envolvía un abrigo largo que le cubría los pies y sus manos enarcadas sostenían un dibujo, en el cual semiborrados por el tiempo aparecían unos pedruscos grandes en medio de un incendio, ella como de costumbre ansiosa por comprender el final apretaba sus párpados con fuerza, –el ángel entonces susurró en voz baja y profunda– es la hora de despertar, y a mí me esperan el viento, las tormentas, las zozobras de mi barco, la lluvia húmeda que me ha empapado hasta llegar   aquí,  el azogue frío de mi lanza. Ella no quería despertar del sueño, tal era el calor que recogían sus miembros, tal era la dicha en esta compañía leve y ligera como los trazos que contempló al despertar sobre el papel que había garabateado mientras dormía, dos piedras enormes fundidas en un incendio se elevaban etéreas hacia el vacío como los ojos del ángel que la visitó esa noche.
Ese día ella pulsaba las teclas de su ordenador en medio de una sinfonía de colores grises, blancos y azulados que coloreaban las letras de su relato al son de la música del tiempo.
Foto: El cielo sobre Berlín, Wim Wenders

De: Silencios en Otoño.

sábado, 19 de octubre de 2013

MAR ETERNO










MAR ETERNO

¡La hemos vuelto  a hallar!
¿Qué?, la Eternidad.
Es la mar mezclada
con el sol.
Arthur Rimbaud (1854-1891)

¿Acaso trae buenas noticias? ¿Acaso se resiste a pasar?, llega, está unas horas y se va con el flujo reflujo de la marea. Determina la estancia de las aves y los hombres miran al infinito, esa línea que raya con el cielo con el efecto luminoso de un alucinógeno, el astro solar, el gran astro que irrumpe en nuestros sueños y nos despierta con su destello.
A ella poco le interesaban las aventuras pasadas, la mayor parte de las veces arrastrada por una marea inconsciente y jocosa con el único fin de pasar el rato, pero ellos se mostraban pertinaces en sus esfuerzos por alcanzar su objetivo, algunos siguiendo el principio de placer y disgusto intentaban crear dependencia, una dependencia anímica a veces sazonada con las drogas y el alcohol, pero acostumbrada como estaba a todas estas tretas salía ilesa de todas cuantas aventuras se le presentaban, una cosa tenía muy clara, ella había nacido para gozar del momento, y muy despreocupada, le daba lo mismo una orgía de solitaria andanza vagando sin rumbo, que dar con sus huesos en el catre de un vagabundo, eran peligros que salvaba con destreza, y su deseo más fuerte era descansar a solas en su maltrecha cama.
Salir y emprender un viaje por la ciudad, inventarla en sus luces nocturnas y diurnas, pisar el asfalto con firmeza, sentirse anónima y ausente, como bajo los efectos de un estupefaciente, constituía su mayor placer, no necesitaba alucinógenos, ella era su propia droga. Romper y rasgar la vida que sale al encuentro en medio de una ciudad espaciosa y provocativa, su única meta. ¿Cómo sustraerse a la infinitud de posibilidades que le abrían sus puertas, y la invitaban a su paso?
Casas medio derruidas, jardines abandonados, entradas secretas en secretos callejones, paseantes solitarios que llenan de misterio sus pasos en las noches de luna llena, cafés abarrotados de gente que bebe y habla sin parar, incesante tráfico que se estrella insistente sobre las aceras, ventanas a la altura del transeúnte cerradas a cal y canto con telarañas en los cristales rotos, gatos negros que cruzan con paso rápido la calzada, pájaros que caen muertos de los árboles, bancos poblados de ancianos que tal vez fumen el último cigarro de su vida en ese instante, sirenas aturdidoras con sus gritos enfermos, en el arte de inventar la vida está el arte de inventar historias, ella inventó muchas historias antes de leerlas en los libros, el genio poético se hermanó enseguida con otros seres que como ella vagaban entre esas calles y se inventaron un tiempo infinito de historias que se las llevan los años y regresan punzantes en la memoria, calles entonces, derrotadas, abandonadas y recogidas en el interior de un aposento que poco importa de qué esté poblado mientras suenan los ecos de tantos caminos hollados y desandados.
Sólo el caprichoso  mar fluye ahora a sus pies con sus mareas y veleidosos movimientos, las calles ya no se dejan ver sino en el recuerdo, caminos extensos de arena invitan al abandono y al ensueño, visitar la ciudad de nuevo es ya una nueva aventura, rozar a los transeúntes con la mirada, soñar que circulan en el centro de la vida sin rumbo, camino del trabajo… camino de sus casas… ese mundo gris y apelmazado que se disipa ante el espectáculo marino y nos llena de impotencia.

Foto: Mar eterno

Joseph Mallord William Turner 

De: Silencios en Otoño

viernes, 18 de octubre de 2013

SUEÑO DE INVIERNO











 SUEÑO DE INVIERNO


La verdad es el mejor camuflaje. ¡Nadie la entiende!
Max Frisch

Hoy la luna se esconde entre las nubes, los días caen en la oscuridad cada día más pronto, la nueva estación alborea amenazante, llegarán días angostos, las mareas cada vez más fuertes, las olas gigantescas cerrarán el acceso a la playa, las huellas del pasado se borrarán en la penumbra, nuevos sueños se acercan a la luz del día.
Recuerda otras vendimias, hogazas de pan con queso fundido, uvas y vino en abundancia, recuerda esa imagen impresa en un libro de Max Frisch, “Los difíciles” o J´adore ce qui me brule, en medio del paisaje nevado de los montes suizos.
La posibilidad de soñar con otras tierras, con otros mares, otros ríos y montañas, de saber que más allá de esta cueva existen otros seres , escuchar las palabras de otros escritas a través de un tiempo eterno, otras lenguas, otros ámbitos, le alejaban  cada vez más de su realidad presente, ¡cuántos años en la oscuridad! a merced de consignas de vida, modos de vida entre cuatro paredes, escuchando gritos atroces y mentiras envolventes en una atmósfera de estulticia y desprecio, abrir la brecha y partir con la incertidumbre de la desolación y el desarraigo, para encontrar el mismo trueno que golpea los oídos una y otra vez, el alma se rebela impaciente y como tripulante desesperado se hace a la mar sin miedo, una huida ciega arrastra consigo esas voces insistentes que anegan las aguas saladas de los sollozos en la oscuridad más tremenda, rompen las alas de los pájaros esos sueños tan arduos de libertad, rompen el corazón de otras almas, estremecen el amanecer cotidiano, –romper esa cueva es trabajo de titanes—, y saber que al fin  encuentra las tierras deseadas, las almas escuetas y resueltas, las voces de otras lenguas, el sabor de sus lágrimas saladas ya no con el terror sino con la alegría de la  esperanza cumplida de unos años que nunca regresarán y ya se los han robado.
Así caminaba en medio de una ciénaga sombría, bajo la censura de  seres anónimos que no perdonan a un corazón indómito, llegó al lugar habitual y extendió sus frágiles piernas para correr y correr, en busca de otros soles, otras lunas, estrellas doradas y multicolores, un cielo raso, un mar profundo en movimiento, y volvió sin apenas darse cuenta a la cueva que abandonó con la presión del terror en sus entrañas, abrió las ventanas para que la brisa y el canto del mar  acompañaran sus sueños esa noche de desaliento dibujado a sangre y fuego sobre los ecos añosos, de las paredes de su casa.
Foto: Paisaje de invierno
Caspar David Friedrich

De: Silencios en Otoño.

UNA EXTRAÑA EDICIÓN


Una extraña edición

 Se encontraba entre montones de libros apilados, al poco tiempo de  llegar a la librería el anciano mendigo y sumido en su vergüenza pobre se puso a escarbar las montañas y montañas de libros que allí halló.
Los pocos visitantes del momento contemplaban atónitos esa voracidad más propia de alimentos que de libros que desprendían sus ropajes desgarrados por la miseria. Tocado con un sombrero calado hasta las orejas sus ojos enloquecidos permanecían ocultos. Una presurosa agitación se extendió de pronto por todo el local, ¿Era un ladrón? ¿Era un loco? ¿Se trataba de un drogadicto?
Nadie conocía, ni siquiera él mismo su identidad extraña, iba y venía siempre escrutando los montones como un investigador se concentra en busca del hallazgo de su vida.
El librero taciturno y pesaroso continuó su quehacer cotidiano y solo de vez en cuando alzaba la vista de uno de sus ojos con el fin de vigilarlo.
El hombre iba dejando a su paso el olor característico de la miseria que impregnaba el ambiente, tirado en el suelo según su costumbre hojeaba los libros con afán.
Pasaba largas horas apostado en los albores de sus sueños al pie del local cuidadosamente decorado.
¡Cuántas tardes la lluvia lo había empapado! ¡Cuántas mañanas entumecido por el frío se había acercado al lugar deseado! ¡Cuántas calles recorridas! ¡Cuántas esperanzas abortadas!
Llegaban como siempre los meses de la luz a través de las ventanas, y los primeros impactos del calor le derramaban unas gotas de sudor sobre la frente.
– ¡Amigo!, —dijo, enseñando en una sonrisa cómplice  sus pequeños dientes agotados por la nicotina, tengo algo que decirte, he encontrado un libro de los años sesenta y me gustaría cambiártelo por otro y rápidamente sacó de su morral una antigua edición del siglo XVII, encuadernada en piel que contenía la imperecedera gramática francesa y lo posó sobre el mostrador suavemente como quien se desprende de un tesoro objeto de herencia. El librero asombrado por el gesto le repuso que eso era cosa de marchantes de libros y que él era un humilde librero que vendía su mercancía a un precio ya estipulado por las editoriales.
El mendigo alegó que ese libro que no podía comprar contenía la historia de un hombre agotado que vagaba por calles de Nueva York en busca de algún marchante de libros que le diera acceso a una edición novel de un libro que acababa de escribir y tras muchos tropiezos y desgarros dio con una editorial fantasma que le dijo que se lo publicaba, nunca volvió a saber nada de su manuscrito y andando el tiempo su autor, sumido en la miseria encontró un ejemplar perdido entre otros muchos en los últimos años de su vida, a consecuencia de ello pudo descansar el fin de sus días como si lo hubiera soñado.
El librero se mostró nervioso e impresionado con el relato y le preguntó por el nombre del autor, – si conoces tan bien la historia ¿en dónde radica tu interés? Él sin ningún reparo le comunicó que se trataba de él mismo, en ese momento el librero con una actitud displicente y amarga comprendió que debía regalar ese ejemplar al anciano mendigo que sin proponérselo había sido víctima de un cruel destino.
A los pocos días el librero abría su librería y en las primeras horas de su jornada leía la noticia en el periódico: “Anciano clochard aparece sin vida a las orillas del río con un libro en las manos, abierto en una de sus páginas iniciales con una dedicatoria, “A mi editor a título póstumo”.
El librero caminó apesadumbrado unos minutos por el local y se acercó al montón de libros tirados en el suelo y comprendió su incapacidad de saber que de los muchos libros que vendía sólo uno había sido el cruel testimonio de su existencia, continuó su tarea de empaquetar y seleccionar ejemplares y despreocupado en lo sucesivo de la visita de cualquier extraño.   


Foto: A Paris Clochard, John H Popper


 De: Silencios en Otoño