Una
extraña edición
Los
pocos visitantes del momento contemplaban atónitos esa voracidad más propia de
alimentos que de libros que desprendían sus ropajes desgarrados por la miseria.
Tocado con un sombrero calado hasta las orejas sus ojos enloquecidos
permanecían ocultos. Una presurosa agitación se extendió de pronto por todo el
local, ¿Era un ladrón? ¿Era un loco? ¿Se trataba de un drogadicto?
Nadie
conocía, ni siquiera él mismo su identidad extraña, iba y venía siempre
escrutando los montones como un investigador se concentra en busca del hallazgo
de su vida.
El
librero taciturno y pesaroso continuó su quehacer cotidiano y solo de vez en
cuando alzaba la vista de uno de sus ojos con el fin de vigilarlo.
El
hombre iba dejando a su paso el olor característico de la miseria que
impregnaba el ambiente, tirado en el suelo según su costumbre hojeaba los
libros con afán.
Pasaba largas horas apostado en los albores de
sus sueños al pie del local cuidadosamente decorado.
¡Cuántas
tardes la lluvia lo había empapado! ¡Cuántas mañanas entumecido por el frío se
había acercado al lugar deseado! ¡Cuántas calles recorridas! ¡Cuántas
esperanzas abortadas!
Llegaban
como siempre los meses de la luz a través de las ventanas, y los primeros
impactos del calor le derramaban unas gotas de sudor sobre la frente.
–
¡Amigo!, —dijo, enseñando en una sonrisa cómplice sus pequeños dientes agotados por la nicotina,
tengo algo que decirte, he encontrado un libro de los años sesenta y me
gustaría cambiártelo por otro y rápidamente sacó de su morral una antigua
edición del siglo XVII, encuadernada en piel que contenía la imperecedera
gramática francesa y lo posó sobre el mostrador suavemente como quien se
desprende de un tesoro objeto de herencia. El librero asombrado por el gesto le
repuso que eso era cosa de marchantes de libros y que él era un humilde librero
que vendía su mercancía a un precio ya estipulado por las editoriales.
El
mendigo alegó que ese libro que no podía comprar contenía la historia de un
hombre agotado que vagaba por calles de Nueva York en busca de algún marchante
de libros que le diera acceso a una edición novel de un libro que acababa de
escribir y tras muchos tropiezos y desgarros dio con una editorial fantasma que
le dijo que se lo publicaba, nunca volvió a saber nada de su manuscrito y
andando el tiempo su autor, sumido en la miseria encontró un ejemplar perdido
entre otros muchos en los últimos años de su vida, a consecuencia de ello pudo
descansar el fin de sus días como si lo hubiera soñado.
El
librero se mostró nervioso e impresionado con el relato y le preguntó por el
nombre del autor, – si conoces tan bien la historia ¿en dónde radica tu interés?
Él sin ningún reparo le comunicó que se trataba de él mismo, en ese momento el
librero con una actitud displicente y amarga comprendió que debía regalar ese
ejemplar al anciano mendigo que sin proponérselo había sido víctima de un cruel
destino.
A
los pocos días el librero abría su librería y en las primeras horas de su
jornada leía la noticia en el periódico: “Anciano clochard aparece sin vida a
las orillas del río con un libro en las manos, abierto en una de sus páginas
iniciales con una dedicatoria, “A mi editor a título póstumo”.
El
librero caminó apesadumbrado unos minutos por el local y se acercó al montón de
libros tirados en el suelo y comprendió su incapacidad de saber que de los
muchos libros que vendía sólo uno había sido el cruel testimonio de su
existencia, continuó su tarea de empaquetar y seleccionar ejemplares y
despreocupado en lo sucesivo de la visita de cualquier extraño.
Foto: A Paris Clochard, John H Popper
De: Silencios en Otoño
De: Silencios en Otoño
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