EL
LEXICÓGRAFO Y EL HALO MISTERIOSO
El
hombre solitario es una bestia o un dios.
Aristóteles.
De
aspecto insignificante y rutinario, acudía todos los días a la hora
acostumbrada hacia un espacio minúsculo en donde sin pausa, trabajaba en su
quehacer filológico.
Permanecía
en una zona apartada y aun así se veía interrumpido constantemente por un ir y
venir de personas que acudían a consultar un diccionario… en busca de algún
libro… o bien, simplemente a utilizar una fotocopiadora.
Soportaba
silencioso esas interrupciones, constantes que de alguna manera le descubrían
un atisbo de realidad, ajena, a la lexicografía que investigaba. Ellos daban
por sentado que se trataba de una persona estudiosa sin otro afán que el que se
traía entre manos… las palabras inundaban el ambiente y le conducían a tierras
lejanas en donde podía explayar su fantasía. El entramado del léxico, le
permitía explorar los entresijos de su propia lengua y de una lengua antigua
que le fascinaba.
Un
día se dio cuenta de que un halo de misterio aparecía por el recinto, por sus
pasillos, por sus rincones, fluctuaba en el aire imponiéndose a la monotonía,
él no le dio más importancia y permaneció ajeno a la fuerza que le
impregnaba. Su trabajo requería concentración, y se limitaba a entrar en la
composición de las palabras, que ejercían un atractivo sobre él, inevitable.
Entraba
y salía, se ajustaba a su horario, siempre centrado en sus afanes, desglosaba
las palabras, y olvidaba al mismo tiempo toda la literatura profana que había
conocido, los textos, en medio de ese halo, cobraban un valor casi
sagrado, se olvidó de todo y convirtió su vida en un ir y venir de textos a
diccionarios.
Pasaba
el tiempo, se encontraba a buen recaudo, todos estaban conformes con su
presencia habitual y constante, y poco a poco fue convirtiéndose en un
mueble que ocupaba poco espacio.
El halo se extendía cada vez más… todos se
mostraban impregnados por el mismo… menos él, que en su rincón, no
manifestaba el menor interés, como si se tratara de un elemento más de su
rutina, su indiferencia era absoluta.
Al
cabo de los años, transcurrieron innumerables horas de este modo, no
tardaron en aparecer las discordias y la desazón generalizadas, unas veces lo
encerraban allí bajo llave, otras veces lo sacaban con cualquier pretexto,
todos querían ocupar su sitio, se mostraban inquietos y agresivos, hacían mucho
ruido, en fin, le importunaban continuamente y el halo etéreo que los impregnaba,
aparecía entonces, distorsionado y grotesco.
Entristecido
y cabizbajo acudía como siempre a la hora acostumbrada, hasta que un día en el
cual había trabajado duro, durante muchas horas, vinieron a buscarlo, con
el pretexto de asistir a una conferencia. Recogió sus cosas casi a tientas y
cuando salió al descansillo, todos, congregados, esperaban su reacción y su
amable saludo, por primera vez le dirigieron la palabra, después de tantos años
de silencio, entonces él, con la voz entrecortada y la mirada ausente, con su
amabilidad acostumbrada dijo— lo siento, – en este preciso instante me siento
indispuesto y pido disculpas, –no podré asistir. El pobre hombre se sentía
embargado por una extraña ceguera sin
duda producida por el impacto de innumerables brillos ópticos.
Todos
acudieron a la conferencia investidos cada uno con su halo misterioso, menos
él, que regresó feliz a su rincón, en donde recobró la vista.