martes, 12 de marzo de 2013














THE END OF THE ROAD




Se abalanzó sobre un vaso de agua como para beber un sorbo de vida fresca, como para entrar en otro mundo a través del cristal de las palabras.
Se dispuso a salir de su casa, se colocó el pico de flores ruso, se ató una simple coleta y tomó su canasto que estaba sobre la mesa destartalada.
El sol caía perpendicular y ardiente, derretía el asfalto, caminó un trecho, jovial y esperanzada con la inquietud desbordante del amor en sus entrañas.
Sentía la libertad palpitar continuamente, aquel verano azul y vagabundo. Apostado  en la esquina de la barra de un bar estaba él con la mirada fija en dirección a la entrada para verla pasar y dirigirse a ella.
Su misterio pertenecía a otro tiempo, a otra ciudad, sus harapos lo delataban, su morada le confería el candor de su sonrisa, la belleza de sus formas, su violencia contenida, ese romper la ciudad por el medio y entrar en el abismo provocándola.
Próxima a él,  la gente se desestabilizaba, su presencia ocasionaba inquietud, la verosimilitud de las cosas realzaba aún más su belleza ancestral y diabólica, lo acompañaba siempre Lou Reed, en un trayecto incesante, que seguía siempre el curso del sol desde el amanecer hasta el ocaso, a través de los campos amarillentos y secos en el estío abrasador, hasta regresar a su casa  para refrescarse y tomar un refrigerio dentro de una austeridad asombrosa y el penetrante olor a gatos salvajes que inundaban la casa. El misterio no cesaba, una nube de sueños invadía el ambiente, lejos de su madre, se arropaba con ellos, y se rebelaba dentro de un remanso de paz nocturna y solitaria contra sí mismo, contra el mundo.
 Se hundía entre los trabajadores del mercado muy de mañana y trabajaba con denuedo, para ganarse unas verduras y  algo con qué subsistir, trasladó su vida a otro siglo, se inventó la ciudad en la que vivía.
En la entrada, escondida entre las piedras se hallaba la llave, ella lo sabía pero eligió una discreta llamada desde el rellano de la escalera y el patio rodeado de ropa tendida y señoras gordas y cotillas la recibió soliviantado. Un instante después llegó él, erguido y soberbio, cogió la llave de su escondrijo y entraron en el patio y la nube de sueños que invadía el ambiente, extendió su manto sobre ambos maternal y eterno, el ángel caído encontró un  regazo diminuto y real,  que le daba cobijo en la ciudad inventada con tanto esfuerzo, y por un momento sintió  que su vida  transmutaba su sueño.

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