THE END OF THE ROAD
Se
abalanzó sobre un vaso de agua como para beber un sorbo de vida fresca, como
para entrar en otro mundo a través del cristal de las palabras.
Se
dispuso a salir de su casa, se colocó el pico de flores ruso, se ató una simple
coleta y tomó su canasto que estaba sobre la mesa destartalada.
El
sol caía perpendicular y ardiente, derretía el asfalto, caminó un trecho,
jovial y esperanzada con la inquietud desbordante del amor en sus entrañas.
Sentía
la libertad palpitar continuamente, aquel verano azul y vagabundo. Apostado en la esquina de la barra de un
bar estaba él con la mirada fija en dirección a la entrada para verla pasar
y dirigirse a ella.
Su
misterio pertenecía a otro tiempo, a otra ciudad, sus harapos lo delataban, su
morada le confería el candor de su sonrisa, la belleza de sus formas, su
violencia contenida, ese romper la ciudad por el medio y entrar en el abismo
provocándola.
Próxima
a él, la gente se
desestabilizaba, su presencia ocasionaba inquietud, la verosimilitud de las
cosas realzaba aún más su belleza ancestral y diabólica, lo acompañaba siempre
Lou Reed, en un trayecto incesante, que seguía siempre el curso del sol desde
el amanecer hasta el ocaso, a través de los campos amarillentos y secos en el
estío abrasador, hasta regresar a su casa para refrescarse y tomar un refrigerio
dentro de una austeridad asombrosa y el penetrante olor a gatos salvajes que
inundaban la casa. El misterio no cesaba, una nube de sueños invadía el
ambiente, lejos de su madre, se arropaba con ellos, y se rebelaba dentro de un
remanso de paz nocturna y solitaria contra sí mismo, contra el mundo.
Se
hundía entre los trabajadores del mercado muy de mañana y trabajaba con
denuedo, para ganarse unas verduras y algo
con qué subsistir, trasladó su vida a otro siglo, se inventó la ciudad en la
que vivía.
En
la entrada, escondida entre las piedras se hallaba la llave, ella lo sabía pero
eligió una discreta llamada desde el rellano de la escalera y el patio rodeado
de ropa tendida y señoras gordas y cotillas la recibió soliviantado. Un
instante después llegó él, erguido y soberbio, cogió la llave de su escondrijo
y entraron en el patio y la nube de sueños que invadía el ambiente, extendió su
manto sobre ambos maternal y eterno, el ángel caído encontró un regazo diminuto y real, que le daba cobijo en la ciudad
inventada con tanto esfuerzo, y por un momento sintió que su vida transmutaba su sueño.
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