Nuestra época— escribe Borges– es, a la
vez, implacable, desesperada y sentimental; es inevitable que nos distraigamos
con la evocación y con la cariñosa falsificación de épocas pretéritas. (“Vindicación” 232)
DEL OTRO LADO
Las gentes se recogen en sus casas y desde allí contemplan cómo pasa la
vida, seguros en sus aposentos y siempre sentados, ninguna palabra es creación
suya, se oyen las palabras comunes como código que la muerte impone a sus
cerebros, caminan por las calles, grises, intranquilos, unos a otros se vigilan
sin cesar, las críticas y murmuraciones invaden las calles y las llenan de un
terror silencioso que les va minando, envidian un zapato, una silueta, un
peinado, el saludo convencional está presente, no leen, no piensan, sueñan sin
cesar con fuentes de riqueza que pague sus desmanes y exigen buen género, una
comunidad mercantil son sus abrazos, incapaces de mirarse en otros ojos, clavan
su vista en el trasero o en el estómago ajeno, desde el amanecer buscan con
afán la otra vida, la de los demás que devoran con voracidad y que a su vez
encuentran lo mismo en ellos, su vacuidad, y engordan, engordan sin cesar, una caracola oscura y
compleja es su refugio, nada saben de esperanza, sus risas estentóreas claman
de lejos con el delirio de su locura, se arrastran en pos de las noticias más
notorias del día , de las esquelas cotidianas, tema único de conversación, inconscientes
de su soledad comen y beben y sacian así sus grandes barrigas que hunden en el
peso de la noche frente al televisor su sola fuente de información, remedan la
infancia en sus hijos que como monigotes les sirven de espectáculo vespertino.
Del otro lado las palabras inundan el cerebro como un universo tachonado de
estrellas fugaces que van y vienen iluminando la paz de los días.
No existe nada más allá de ese
contacto diario con otros seres fascinados de otro tiempo, embriagados con la
belleza de sus días, su vida alcanza los
recintos amurallados de la estulticia envolviéndolos con el estruendo fantasmagórico de sus tumbas, ajenos,
encerrados entre cubiertas apolilladas, moteadas por el polvo; del otro lado se
viven otros pensamientos que acompañan el devenir cotidiano de las cosas,
eterno es el tiempo de esos muertos que alimentan sin cesar las imágenes
presentes coloreándolas, explicándolas; del otro lado el abrazo es febril, la
mirada profunda, la esperanza ciega, el delirio que les acompaña, es la locura de un día soleado, de una noche
iluminada por la luna, de un camino pedregoso y angosto, de los espacios inmortales
de la tierra, del eterno deseo en sus
entrañas, de las cosas en fin acariciadas por su aliento, del estómago vacío,
la sed de soledad es entonces cada vez más apremiante.
De Claros y sombras
Mercedes Vicente González
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