jueves, 21 de marzo de 2013

LA ANFITRIONA







LA ANFITRIONA


Llegué a la ciudad, después de un largo trayecto que bordeaba la costa y cuando el verano se hacía sentir cálido y luminoso. Era una ciudad costera, atravesada además por un ancho río surcado por pequeñas embarcaciones y cubierto con numerosos puentes. ¡Mañana radiante aquella!, calles muy cuidadas y amplias, pobladas por  un entramado de pequeñas tiendas en las que se podía comprar té de todas clases, sabrosos frutos secos, joyas y  prendas exóticas de colores variopintos, cesterías y comercio de muebles antiguos. Al llegar a una pequeña plaza descendiendo a través de unas escaleras de piedra se llegaba a un extenso mercado con toda la variedad de alimentos a la venta que visitaría con frecuencia. Llena de vida se extendía a mis pies y contaba además con un hermoso puerto de mar.
La zona además, en una extensión de pocos kilómetros contenía fantásticos castillos que sin duda visitaría en compañía de mi anfitriona, una joven licenciada en lengua española por la universidad de Lyon ávida de perfeccionar su recién estrenada lengua, para ello contaba con numerosos amigos con los que nos reuníamos de vez en cuando. Al poco tiempo de llegar se organizó un viaje que recorría la ruta de los castillos. Un hombre misterioso y sabihondo nos acompañaba, su mirada desvaída, sus manos huesudas y largas, de talla esbelta y muy resuelto en su forma de moverse.
Pronto se erigió como cicerone y en el transcurso del trayecto iba tomando posición de líder cada vez con más insistencia, paramos en el primer pueblo de la ruta a tomar un refrigerio y deambular por aquellas calles empedradas cuando amenazaba tormenta, nos iba contando múltiples historias antiguas sobre los antepasados que habitaron el castillo que el hombre conocía en profundidad, nosotras le escuchábamos con atención sin perder ningún detalle y cuando nos encaminábamos hacia el castillo el hombre desapareció dentro de una nube de polvo dejándonos solas en medio de un paraje sin perspectivas, intentamos regresar en busca de nuestro vehículo aparcado y comenzamos a dar vueltas y más vueltas en un camino sin sentido. Agotadas y sumidas en una oscuridad espantosa, decidimos hacer un alto en un recodo del camino, así permanecimos abrazadas durante toda la noche.
 Al amanecer vimos que nos encontrábamos a las puertas de un enorme castillo que un cicerone nos abrió para que entráramos y contempláramos las diferentes estancias, –tal vez el cansancio o quizás el terror de la desorientación fueran tan fuertes como para creer en alucinaciones–, el lugar  y las historias fantasmagóricas que habíamos escuchado al hombre se prestaban a ello, tal era el ambiente inquietante que nos embargaba, después de pasar  una noche horrible  contemplábamos el interior del castillo con la lasitud y la indiferencia provocadas por el estupor y el cúmulo de las impresiones,  rogamos sin más al cicerone que nos  indicara la salida.
 De regreso  llegamos a la ciudad que se encontraba en fiestas y no volvimos  a saber nada del hombre que nos  acompañó, cuando mi amiga me contó cómo le había conocido una tarde de invierno, añadió que no recordaba haber visto nunca al hombre cuando llegaba la noche y señaló que siempre lo veía de día, que tampoco conocía su casa y todos ignoraban sus costumbres y  en todas las reuniones en las que participaba era él quien dominaba la situación si se trataba de temas relacionados con la historia de la ciudad.
Una noche salí para participar de una fiesta multitudinaria, en la que recorríamos la ciudad todos los presentes enlazados por las manos disfrutando de la música, los fuegos artificiales, la comida y la bebida en abundancia, cuando nos encontrábamos cerca del puerto vi que  el hombre que asía mi mano derecha era el mismo que nos llevó a visitar el castillo, se soltó de la comitiva y me arrastró a través de un camino que orillaba el puerto, lleno de humedad adherida al empedrado de las casas que rezumaban oscuras a uno de los lados, entramos en una de ellas y otro hombre igualmente misterioso y siniestro  nos anunció: –la reunión acaba de comenzar–, y al mismo tiempo nos proporcionó un arma, yo, aterrada y confundida por  las circunstancias, quise huir de ese lugar despavorida, pero en la entrada ¡cual no fue mi sorpresa! estaba ella para impedírmelo, mi anfitriona.    

De: Claros y Sombras
Mercedes Vicente González  

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