Uno
de tantos
La
lluvia le daba en el rostro suavemente, una lluvia fina pero insistente y acariciadora.
Como de costumbre se sentó a leer en un porche mientras llegaba el cartero.
El hombre corpulento de todos los días la
esperaba, su sola presencia despertaba en él un placer que llenaba los huecos
de sus días. Su cuerpo deforme lleno de brío, sus manos que pulsan una y otra
vez la máquina tragaperras, y dinero mucho dinero en el aire…
—Yo,
yo no sé leer y escribir, mírame, pero no me falta un chavo en el bolsillo, y a
ti, a ti te han abandonado, te han tirado como a un moquero, ¿qué vas a hacer
ahora?
–Tú
eres una niña rica, dijo, a ti nunca te ha faltado de nada, has podido leer y
escribir a tu antojo toda tu vida, —esa es la verdad, mientras tus padres
vivieron, a ti no te faltó de nada, hasta hoy que un ladrón ha venido a joderte
la vida y te ha dejado en la cuneta –si yo fuera una mujer como tú, me ponía en
una esquina y cobraría el polvo a millón...
Volví
la mirada hacia el joven que nos acompañaba y que me miraba atónito, este repuso—será mejor que un hombre como este
costee tus aficiones en lo porvenir, es una suerte, seguro que a más de uno le gustaría estar en su lugar.
Seguía lloviendo pero llovía suavemente en la
calle y en el interior con más fuerza, la fuerza de un hombre desesperado ante
mi férrea actitud pusilánime, acostumbrada a estos envites una y otra vez y en
todas las edades siempre sin dinero y a expensas de un comprador ocasional.
Por
un momento me trasladé a aquellos tranquilos días de biblioteca en los que nadie se
percataba de mi presencia, los libros siempre en su sitio, el diccionario etimológico
al que tantas veces acudía estaba dispuesto para usarse, los días de penuria
aún no habían hecho herida en mí, es lo mismo, ¡yo!, ¡una niña rica! Aciago destino el mío…Y él un analfabeto que no sabe como escabullir su pavorosa ignorancia,
—Tómate
otro vino, – ¡qué importa! Yo me voy ya, pero te espero mañana como todos los
días, –¿vas a dejar que esa cara tan bonita se la lleve la muerte?… mi cuerpo…
mi cara… todos los días lo mismo, pero y mi mirada? La muerte apagará mi triste
mirada ante semejante espectáculo y nadie habrá reparado en ella.
Regresé
a mi casa con dos copas de vino en el cuerpo y leí, leí sin parar los relatos
de una mujer que parece que en sus líneas me comprende, comprende los reproches
de tantos y tantos hombres que atónitos contemplan mi encierro, no pude evitar
que un escalofrío inundara mi ambiente.
De: Silencios en Otoño.
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