SEDUCCIÓN
Afterglow (Borges)
Siempre es conmovedor el ocaso
por indigente o charro que sea,
pero más conmovedor todavía
es aquel brillo desesperado y final
que herrumbra la llanura
cuando el sol último se ha hundido.
Nos duele sostener esa luz tirante y distinta,
esa alucinación que impone al espacio
el unánime miedo de la sombra
y que cesa de golpe
cuando notamos su falsía,
como cesan los sueños
cuando sabemos que soñamos.
Su
sola presencia lo hacía ya seductor, era un hombre guapo y muy agradable, y él
lo sabía, un despliegue de recursos personales, se abrió ante mis ojos, los
movimientos cautelosos y muy rápidos, imperceptibles, ese mirar desvaído y
triste como quien no participa en el momento, ese hacerse el inaccesible,
jugando al escondite, y sugerir, sugerir más que explicar, ninguna explicación
era posible, suspiros envolventes nada más, entradas y salidas muy rápidas, con
esa mirada lejana que se
convertía en el centro de toda la
atención, para no hablar, de infinitud de perversiones verbales que me
arrojaban sin piedad hacia la confusión.
Me
parecía gracioso, y tenía cierta gracia en sus movimientos, me dejé llevar por el momento, con la
esperanza de que algún día cesara tanto ir y venir y concluyera en un final
feliz…
Sin
saberlo nos dejamos arrastrar por una marea de llamadas que apelan a nuestros
sentidos sin tregua, y arrobados por su atracción, compramos objetos que con el
tiempo se tornan inservibles… leemos libros que a duras penas entendemos…
besamos a personas que no son realmente de nuestro agrado… y así, vamos rodando
por el mundo, dúctiles y maleables, proclives a cualquier reclamo que
llame nuestra atención, en una palabra, es difícil sustraerse a la seducción.
De
nada servían ya, los razonamientos y los múltiples avisos de otras personas,
sobre lo que estaba pasando. Lo había conseguido, me había seducido.
El
final feliz no llegó nunca, sus palabras quedaron en suspenso, yo misma quedé
en suspenso y en un silencio rotundo, el silencio más cruel, me quedé sin
palabras, una afonía que me impedía defenderme se prolongó durante cuatro largos años como
una pesadilla, acudí varias veces al otorrino y estuve a punto de operar unos
pólipos inexistentes, vagaba sin cesar por la ciudad que se había convertido en
una ratonera… emprendí numerosos viajes de norte a sur… nada curaba mi ronquera
y balbucía con frecuencia palabras nubladas para pedir auxilio, todos mis
conocidos reían satisfechos, y en lugar de mostrarse compasivos con mi afección
que emanaba más de mis entrañas que de mi garganta, no podía articular palabra,
todos reían y reían cruelmente, como en
un mal sueño, llegué a notar que cuando alguien me dirigía la palabra con
amabilidad, casi apuntaba en mi garganta un hilo tenue de voz que me aliviaba,
hice lo peor que pudo pasar por mi imaginación atribulada, encerrarme y salir para
lo imprescindible, nada explicaba semejante estado, encontré otro
método más racional, buscar pruebas, y el propio lenguaje de los signos me lo
proporcionó.
Los
sueños volvieron a hacerse presentes, la visión de la realidad era más lúcida y
exacta, las impresiones parejas con las ideas fluían en perfecta armonía, todas
las funciones del cerebro convivían tranquilas en su casa, explayarse entonces,
resultaba fácil, y el hecho de transcribir los sueños, constituía en sí mismo,
otro sueño.
Todas
las imágenes del pasado se hicieron presentes, todos los nombres de mis
amigos me salieron al encuentro, el tiempo era otro tiempo, todo,
absolutamente todo, era presente, vivo y joven.
Enfrentarse
a esos fantasmas que seguían pululando por la realidad con las mismas
instancias anteriores, ya no era posible, y sortear esos avatares, ya no era
difícil.
Así
pasaron aquellos cuatro años, de hito en hito, la vida siguió su curso y un
buen día sin saber cómo recuperé la voz.
Cuando
ya daba por muerto aquel encuentro fatal que me sedujo sin piedad, después de
largos años, volví a encontrar por la
calle a aquel hombre, que visiblemente nervioso y envejecido, adoptó un gesto hierático
y distante, y se alejó. A partir de ese momento, en esos días comenzó idéntico ir y venir que en los días del pasado,
no sólo estaba vivo, sino que paseaba también con frecuencia de la mano de una
mujer. Me esperaba en cada esquina y me miraba con ojos melosos, con el deseo
encendido, pero yo ya no creía en esas cosas, estaba muy ocupada y aceleraba el
paso cuando lo encontraba, supuse que ya contaba con una mujer y no tenía
sentido mi presencia en su vida, le saludaba amablemente y continuaba hacia
adelante como acostumbraba desde aquellos años fatídicos.
Transcurridos
pocos días desde el último encuentro,
ocurrió algo totalmente imprevisto, al pasar delante de su portal, vi una
esquela con su nombre escrito en ella y sus datos personales entre los que
llamaba la atención uno, —como yo le había conocido innumerables mujeres— no di
crédito a lo que veía, “su apenada
esposa”… él ya no vivía para desmentirlo.
De:
Claros y sombras
Mercedes
Vicente González
Foto:
“Amantes” de Rene Magritte
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