LA URNA DE PLATA
“Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”.
Jorge Luís Borges
Encontré
a este hombre sumido en la miseria, arropado por la sola rigidez de sus buenas
formas, aprendidas en otro tiempo, en ambientes, en los que la opulencia y el
despilfarro se mostraban ofensivas ante los demás mortales. Nos
enfrentamos los humanos a la ausencia de recursos materiales con la mente
que nos acompaña en todo momento y vicisitud.
Sumido
en la realidad más angustiosa, ahogaba sus penas en el alcohol, en el
interior de un bar cuyo propietario era un pariente suyo y le proporcionaba la
bebida, a cuenta, no sin desdén y con desprecio.
Me
acogió angustiado, y se dispuso a elucubrar acerca de los múltiples
proyectos y empresas que le acompañaban: —tú, –no entiendes de estas cosas, –dijo
arrogante, —siempre encerrada en tu mundo… —comentaba alzando la voz, y
–añadió aleccionador–, desconoces lo que el hombre es capaz de hacer para sobrevivir a la miseria…
Tenía un fabuloso negocio entre manos que le
iba a permitir salir en el interior de su coche destartalado rumbo a otras
tierras, en donde la gente vive siempre “panza arriba”… quemados por el sol y
abotargados por el exceso de comida.
Compasiva,
y con la añoranza de la infancia que en parte habíamos compartido, le invité a
mi casa a comer, y cuando entró y se encontró con mis numerosos libros –exclamó
asombrado, como quien se encuentra con algo inesperado: ¿Por qué tantos
libros?... –comentó y al mismo tiempo miraba al vacío visiblemente
impresionado. Terminó de comer en silencio y se marchó a su casa dormir la
siesta. Todavía, le entregué una bolsa de comida para que tuviera alimento para
unos días.
El
tiempo pasó y no volví a saber nada de él, y pensé, –habrá encontrado su paraíso
perdido—…Cuando me enteré de que se
encontraba, efectivamente, en un apartamento a pie de playa y se había comprado
un vehículo espectacular que hacía las
delicias de todas las mujeres con las que alternaba continuamente, finalmente
le habían encontrado muerto en medio de botellas descorchadas que impregnaban
el ambiente de su casa con el olor a orgía y alcohol por todos los
rincones.
Recibí
una nota que me instaba a acudir al entierro.
Con cierta desazón, me vestí de negro, para la
ocasión, y asistí a un espectáculo de banderas nacionales y flores y coronas con dedicatorias de alabanza, que
surcaban la iglesia, su madre muy endomingada,
lloraba con gesto teatral,
algunos de sus parientes sonreían compasivos, –el funeral les congregaba
irrumpiendo en su rutina como un acontecimiento único–, la iglesia se pobló de personajes vestidos
para la ocasión, y a mí, me sentaron en
la línea de los allegados paralela a los oficiantes de la misa con mucho boato,
en donde tenía una perspectiva ventajosa para contemplar toda la escena.
Las banderas que portaban sus amigos
cuidadosamente uniformados, ondeaban con estrépito en la entrada, el teclado de
un órgano resonó con un estruendo enloquecedor, todos atentos esperaban la
llegada de los restos guardados en una urna de plata, un murmullo de voces
sonaba en concierto, como un mártir de la causa se le rendía al difunto un
homenaje póstumo, –él que había participado en tantos actos de elogio a la
patria, perseguido por la justicia a causa de sus múltiples fechorías
financieras, clamaba desde el cielo después de muerto para pedir justicia–, y en medio del tumulto bien asentado a
ambos lados, el séquito formado por sus hermanos irrumpió por el pasillo
central, dirigido por uno de ellos que portaba la urna que contenía sus cenizas, en las manos,
y sonriente... comentó en voz muy alta para que lo escucharan
todos:—he aquí los restos de mi hermano—… me volví para ver la escena y
comprobé que se trataba del pariente del bar que le proporcionaba a cuenta, la bebida.
Los ritos comenzaron con el rocío del agua
bendita sobre la urna que brillaba en contacto con el agua y una homilía muy sentida y altisonante se
remontaba a la infancia del finado con todo lujo de detalles, – ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ––—gemía
su madre— entre muchos otros ayees y
suspiros… el ambiente cada vez más
cargado con el incienso envolvía a los presentes hieráticos y firmes en una
nube neblinosa que resaltaba sus rostros pálidos como la muerte.
La
ceremonia se cerró con los compases del himno nacional y el brazo alzado de los
presentes enardecidos. Cuando llegamos al cementerio, en el momento en que
abrieron la portilla de un panteón de grandes dimensiones para depositar el
valioso objeto que contenía los restos, aún se produjo cierta indecisión a la
hora de colocarlo y los operarios del cementerio encontraron un rincón
apropiado entre el montón de los enormes ataúdes de sus antepasados, se entonó
entonces otro himno de despedida que sonaba lejano en la casa de los muertos
con las voces de los presentes en soledad, que salieron apresurados y a
empellones del recinto para asistir por fin al último homenaje póstumo, el banquete.
Impresionada, y todavía dentro del espectáculo,
llegué a mi casa con el propósito de descansar de tan largas exequias y de
pronto, recordé las palabras del finado y su mirada atónita al vacío: ¿por qué
tantos libros?... …
De: Claros Y sombras
Mercedes Vicente González
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