Poseeremos lechos colmados de aromas
Y, como
sepulcros, divanes hondísimos
E insólitas flores sobre las consolas
Que estallaron, nuestras, en los cielos más cálidos…
La muerte de los amantes (Charles Baudelaire)
EL LLANTO DEL POETA
En cualquier época del año descendía
por la cañada un hombre entrado en años cargado con una bolsa de lona, resto de
alguna guerra y una flauta de pico plateada. Sus ojos garzos relucían grandes,
arropados por párpados arrugados y unas guedejas canosas colgaban sobre sus
hombros antaño rubias, como las que se suelen pintar a los arcángeles, vestía
con harapos y calzaba unas enormes botas marrones, su mirada firme tenía un
solo objetivo, llegar a la plaza en donde con voz profunda y dulce recitaba sus
poemas, de vez en cuando se interrumpía y tocaba con su flauta bellas canciones
de otro tiempo de tono melancólico y soñador, abrigaba dentro de sí una
esperanza, único estímulo que le asentaba en esta vida.
Se decía por el pueblo que era un loco desertor de la guerra, los niños le
esperaban al final de la cañada y le
seguían coreándole hasta la plaza, los mozos se reían sin cesar y todos
esperaban verle aparecer para asistir al
espectáculo.
“El poeta desertor” le llamaban, vivía solo y se mantenía gracias a una
huerta y algunas monedas que le arrojaban, bebía constantemente agua tibia que
alojada en su vieja cantimplora debía conservar en buen punto su temperatura,
gozaba incluso de buena salud y su presencia irradiaba cierto halo de belleza, –debió
de ser un bello y atractivo muchacho–.
Un día entre el tumulto que se congregaba a su alrededor se oyó en medio
del griterío la voz de una mujer que le solicitaba el poema “La muerte de los
amantes”, él tan absorto como se encontraba en su trabajo no reconoció a la
mujer, pero su voz se atipló como por encanto identificándose así con ella de
una manera inconsciente, cuando antes de acabar
el poema dice:
Y, en fin, una tarde rosa y azul místico,
Intercambiaremos un solo relámpago
Igual a un sollozo grávido de adioses… comenzó a brotar una lágrima de sus hermosos ojos que se ahogó en un
sollozo incesante y no pudo finalizar, –la voz femenina que había escuchado
evocaba a su amante de otro tiempo que en la oscuridad de la noche sollozaba
sin consuelo cuando el partió a otras tierras a compartir los sollozos
aterradores de la guerra–.
Cuando apesadumbrado recogía sus cosas y se disponía a partir la mujer
conmovida le tomó de la mano y él entonces la reconoció en su aliento.
Y cuando ya llegaba la noche, en su regazo enjugó abundantes lágrimas.
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