EL SECUESTRO
La buena fortuna hizo
todo lo demás... ...
Después
de un viaje muy largo llegamos a París en donde hicimos transbordo y nos
encaminamos a nuestro lugar de destino, un pueblecito del norte de Francia,
contiguo a Ri, el lugar de las andanzas de la protagonista de Flaubert.
Nos
apeamos en un cruce de caminos donde todo estaba desierto, y no había nadie, ni
siquiera trabajando en los campos. Cargados con nuestras mochilas, nos sentamos
a esperar al encargado de los pormenores del Campo de Trabajo, venía él
personalmente a recogernos.
Llegó en
un coche blanco, destartalado, con el pelo muy largo y muy desaliñado, nos
saludamos cortésmente y subimos al vehículo rumbo a ese lugar que nos estaba
esperando, en donde nos íbamos a encontrar con otros amigos de otros países de
lo más variado, de Londres, de Italia, canadienses, belgas… españoles, éramos
nosotros cuatro.
Nos
alojamos en la Mairie, un viejo edificio que en otro tiempo fue el
Ayuntamiento. Nos recibieron, muy distantes, los demás encargados del centro
junto con el que hacía las veces de jefe a la cabeza, un mozalbete muy
alto y rubio, también con el pelo largo, sin afeitar y con unos ojos verdes
espectaculares.
Nos
sentaron a todos a la mesa y nos sirvieron, en medio de un enjambre de idiomas,
una cena típica del país. Todos teníamos escrita en el rostro la ilusión de la
aventura...
Terminamos
de cenar y nos dirigimos hacia nuestro dormitorio, que más parecía un barracón
de un campo de exterminio, provisto de una hilera de hamacas, a modo de catres
para dormir y sin ningún tipo de intimidad. Entonces, nos leyeron en un francés
muy cerrado, las normas del Campo, y nos mostraron una habitación en donde
encontraríamos alimento siempre que lo necesitáramos.
Había
que madrugar muchísimo y trabajar de sol a sol. El objetivo era reconstruir un
castillo del siglo XV que había sido abatido en el desembarco de Normandía. De
cuatro torres que tenía, sólo quedaba en pie, media torre y estaba lleno de
escombros que recogíamos en carretillas que pesaban una enormidad. El trabajo
era durísimo, maçonerie, pura y dura.
El jefe
se sentaba a la cabecera de la mesa, desde donde nos contemplaba a todos con
sus enormes ojos verdes, y yo, que estaba sentada justo en la cabecera opuesta,
recogía sus miradas cada día más encendidas. No pasaron ni tres días, y uno de
esos días, cuando nos vino a despertar, era él quien lo hacía de viva voz,
arreando al rebaño, que éramos nosotros, me dijo a mí cuando me
levantaba:”No, tú no, tú puedes dormir lo que quieras”…
De esta
manera yo aparecía en el campo dos horas más tarde que mis compañeros,
dispuesta a cargar con carretillas, ante el asombro de todos los demás
que no dejaban de hacer bromas…
Pronto
llegó al campo un joven parisino, muy agradable y miope que era profesor de
matemáticas, con el que hice enseguida amistad y se sentaba a mi lado en la
mesa.
Todas
las actividades del campo eran dirigidas con vehemencia por el jefe,
autoritario y caprichoso y con traza de ser “un enfant terrible”, excursiones,
visitas a iglesias, visitábamos también otros pueblos cercanos, la catedral más
próxima… Su mirada permanecía fija en la mía sin cesar y cada día más
encendida, él, me colmaba de privilegios...
Una
noche nos sacó a todos del barracón y nos condujo a través de caminos
intrincados, con una incesante música de grillos y especialmente oscura, en una
excursión interminable en la que no parábamos de dar vueltas y más vueltas sin
destino aparente. Mi compañero parisino que tenía un sentido de la orientación
nada desdeñable, me propuso salir del redil y tirar por otro camino a través
del cual llegamos, agotados, a la Mairie que encontramos cerrada, allí estaba
sentado, sobre un banco de piedra, el segundo en autoridad en el Campo. Muy
decidida me acerqué a él y le pedí la llave, no me la dio sino que él mismo nos
abrió la puerta y la dejó abierta, entramos a descansar y todo estaba vacío... echábamos
de menos a nuestros compañeros que imaginábamos todavía dando enloquecidas
vueltas...
Dormimos
algo inquietos pero muy cansados, y cuando despertamos, vimos aterrorizados,
que no había venido nadie, y que la Mairie estaba cerrada a cal y canto. El
amigo parisino sospechaba que todos habían abandonado el campo pero no, todavía
sus cosas estaban allí, y lo que nos estaba pasando, constituía una encerrona.
Como era muy listo y bastante hábil intentó abrir cuidadosamente la puerta, y
lo consiguió, en ese momento llegaba el encargado de la provisión de leche y
queso, visiblemente azarado, nosotros, aturdidos también y apresurados, nos
disponíamos a salir enseguida de ese lugar que en medio de un día gris y
lluvioso, había tomado el aspecto más siniestro, mi amigo me instaba a salir
muy deprisa y casi sin saludar al anciano, salimos rumbo a la carretera
por ver si pasaba algún coche que nos llevara a la estación más cercana, de
pasada, vimos aparecer al jefe, que venía de su casa y se dirigía a la Mairie,
aceleramos el paso y vimos como hacía un alto en su bicicleta y nos miraba con
insistencia, estaba claro, él había abandonado a su suerte a todos
nuestros compañeros que en esos momentos seguían dando vueltas tratando de
encontrar la salida...
Nosotros
llegamos ya tranquilos a París y nos dimos un paseo por la ciudad y cada vez
que yo le preguntaba a mi amigo por el incidente, con un gesto de terror en el
rostro y llevándose el dedo a la boca me respondía
— ¡chiisttt¡ –mejor olvídalo–....
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