EL FARO DE ALEJANDRÍA
La
noche era estrellada y estaba parcialmente iluminada por la luz intermitente
del faro que permitía por breves instantes contemplar el horizonte, la luna
lucía en todo su esplendor, la brisa del mar era agradable y suave, la temperatura
estival.
A
las once de la noche tenía que embarcar con destino a la isla en la travesía de
una noche.
Caminé
con mi exiguo equipaje hasta el puerto y cuando el barco grande y blanco se
acercaba me apresuré con ilusión a embarcarme.
Después
de depositar mi equipaje en el camarote,
salí a cubierta con el fin de despedirme de la bahía blanca antes de sumergirme
en las negras aguas de alta mar, a fumar un cigarrillo, disfrutaba de la noche
de estío y pensé –no tardará mucho en acercarse un hombre, –es lo habitual–.
Cuando
ya surcábamos la bahía en dirección a la isla, yo me dejaba acariciar por la
brisa marina, se acercó un hombre de
mediana estatura, cabello claro y ojos también claros que brillaban refulgentes
con los diferentes reflejos nocturnos. Después de saludarme intensamente, y de
hacer algún que otro comentario acerca del estado de la mar, –la mar era “mar
bella” esa noche–, y de la buena temperatura de qué gozábamos, se dispuso muy
interesado a entablar conversación, cosa que a mí no me importaba en absoluto,
unas palabras antes de acostarme me sumirían en un sueño profundo, relajado e
inconsciente con sumo placer.
Parecía
un hombre muy sensible y educado, le escuchaba con atención y pensaba al mismo
tiempo: “me gusta estar en el mundo, aún sentía el despertar del sol rojo y
satinado del amanecer de ese día, ¡Cuántas cosas ignoro a causa de mi ausencia
de las cosas! ¡De mi falta de conciencia! En un esfuerzo cotidiano, cuando
surge el encuentro de esas mismas cosas y de las personas suelo hacerlas
presentes, las miro, las observo detenidamente y siento de pronto que se me
escapan al vacío en donde se pierden y las veo alejarse, ocurre que
transcurrido un tiempo, regresan a mi memoria, entonces me abalanzo sobre ellas
para que no vuelvan a escaparse. Es el vértigo del vacío, es la sombra de la
nada”…
El
hombre era tan amable y paciente que en su deambular por las palabras dejaba
espacio suficiente como para que las
ensoñaciones arroparan nuestro diálogo en el curso de la noche. Supe entonces
que venía de Egipto en donde se había dedicado a investigar unos papiros. Como
si estas cosas me fueran ajenas le dejé explayarse y solo le pregunté si se
trataba de papiros relacionados con el mundo helenístico. Muy satisfecha con su
afirmación me dejé llevar por ese mundo ya explorado durante unos instantes, sin perder de vista su mirada brillante, sus gestos y su dulzura que me era en
extremo familiar.
La
noche transcurría sin percances y hubo un momento en que mi memoria hizo acto
de presencia, recordé aquella estancia desventurada en un lugar del sur de
España, cuando un hombre tan encantador como el que tenía ante mis ojos, de origen
polaco, me encontró una noche y me —dijo— en inglés —Why are you crying? Acto seguido
me enjugó las lágrimas y me dejó en mi hotel rodeándome de los arrumacos más
sensibles.
Por
un instante me alejo y dejo los sentidos inmersos en el paisaje, a fin de cuentas
eso es todo, estar en el paisaje circundante… sumergirse en ese todo cósmico… respirar
la brisa del mar… sentir su mirada y su pálpito constante… la noche… las formas…
el tránsito…
Con
una sonrisa de bienvenida constaté después de preguntarle – ¿ha estado usted en
el sur de España? – ¡Ah sí! contestó él –en un lugar inolvidable rodeado de
montes oscuros, iluminado por el sol más ardiente, ¡ah sí! —¡unas vacaciones
espléndidas!–. Quise entonces saber más, pero no cabía duda, encajábamos en el
paisaje lunar sobre el mar como en aquel otro paisaje urbano rodeado de
montañas oscuras y estábamos hospedados en el mismo hotel.
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