Cae
la tarde como caen los días al anochecer, musitan los pájaros que se van
acostando. Los pájaros allí cantaban siempre al amanecer y ella les escuchaba
desde su yacija. La calle poco a poco se va vaciando mientras ella avanza por
el enlosado estrecho. Algún transeúnte observa sus tenues pasos, liviana,
menuda, camina sin detenerse con la firmeza del que se dirige a un lugar
concreto porque le espera un gran advenimiento.
Tuerce
hacia su derecha y continúa el trayecto. No se detiene, no piensa, solamente espera
el sueño que vendrá esa noche a acompañarla, sueño tras sueño, día tras día,
noche tras noche esperanzada sin saber muy bien qué es lo que espera.
Nuevas
miradas entorpecen su paso seguro y resuelto, las ignora, no se detiene, desea
el cansancio que no llega, nunca se fatiga, su camino es presuroso sin embargo.
Siente la inmediatez de las cosas, la eternidad del tiempo en un segundo,
detiene el instante, respira hondo y se deja envolver por la noche y las
estrellas, la luna ilumina las calles y reverbera sobre el asfalto. Poco a poco
las luces artificiales se mezclan con la claridad de la luna, da la vuelta
escucha solo sus pasos, se dirige hacia su casa, mientras se aproxima al portal
una sombra la está esperando, la sombra
de un sueño, sube, se prepara para acostarse y se sumerge en un sueño profundo
que solo despertará el primer trino de los pájaros al amanecer entre amigos que
todo lo saben, que han tocado innumerables noches ese sueño, que duermen dentro
de los libros sobre las improvisadas
estanterías y esperan que les llegue su turno, cuando ella por fin despliegue
su magia en ese encuentro feliz.
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