Aquel
verano, vivía en la zona más antigua de la ciudad, justamente en la mitad de
una vieja casa remozada con arte, era muy pequeña y apenas
encontraba sitio para depositar mis libros y suficiente espacio para mis
animales, aunque era muy vistosa sin embargo presentaba muchos inconvenientes,
y además el precio del alquiler era desorbitado y eso me impedía vivir con
cierta tranquilidad y dedicarme a mis asuntos.
Ya al final del verano Miguel, un amigo del
alma, me llamó para salir a tomar un refrigerio, me encontró preocupada y me
preguntó, -¿qué te pasa, no te encuentro muy feliz esta tarde?, -nada importante - dije yo, es esa casa, me siento como vendida, Miguel que es persona muy sensata
me explicó que a fin de cuentas una casa es un lugar de tránsito, que los
ingleses, que él conocía bien, cambian de residencia cada año por lo menos, -Ya,
ya, -dije yo, pero esto de depender de alguien que me pague un alquiler tan
costoso no me gusta, me hace sentirme con escasa libertad, y he decidido después
de mucha reflexión habitar una casa familiar que no tiene coste y para mi
propósito es el lugar ideal, podré dedicarme a leer y a escribir, a preparar mi
oposición con entera libertad pues el lugar está muy aislado y rodeado de
naturaleza, -bien, -dijo Miguel, pues está
decidido -¿qué necesitas? -Un vehículo, la casa está en la montaña, entonces no se hable más.
Cuatro
personas que observaban con atención nuestra mudanza, vivían allí y a pesar de
todo había algo en su semblante que evocaba la ausencia, acompañé a Miguel a la estación desierta y
polvorienta y al despedirlo le dije -¡vuelve pronto¡ tal vez los peligros
pasados pesaban en mi ánimo y la visión
tan cercana de la naturaleza y sus habitantes me impresionaban demasiado como
si estuvieran cargados de malos presagios.
Subí
en dirección a mi nuevo hogar en medio de un atardecer esplendoroso, cargado de
aromas silvestres, de colores cambiantes a la luz cada vez más mortecina de la
tarde y con la melancolía propia de la despedida.
El amanecer me despertó con los primeros rayos del sol, y cuando me disponía a poner las cosas en orden sentí la mirada insistente de un hombre que me observaba desde lo alto de un terraplén colindante, - ¡Buenos días¡ -dije alzando un poco la voz, el hombre no contestó, simplemente esbozó algo parecido a una sonrisa placentera sin duda provocada por la novedad de mi presencia.
El amanecer me despertó con los primeros rayos del sol, y cuando me disponía a poner las cosas en orden sentí la mirada insistente de un hombre que me observaba desde lo alto de un terraplén colindante, - ¡Buenos días¡ -dije alzando un poco la voz, el hombre no contestó, simplemente esbozó algo parecido a una sonrisa placentera sin duda provocada por la novedad de mi presencia.
El
lugar era paradisíaco, y la casa estaba situada en la cima rodeada de un bosque
de hayas, como colgada y desde sus ventanales podía contemplarse el valle
poblado de animales y pastores, y minúsculas casas en perspectiva.
Los
días pasaban allí como pasan las cosas de la naturaleza por nuestros sentidos y
acomodé mi horario al horario de la jornada, de ese modo podía contemplar con asombro
los cambios rutilantes del día. Cuando me disponía a coger el coche para salir del
recinto uno de esos días llenos de luz y bienestar, el hombre asomó por el
terraplén dispuesto a descender, era un hombre que visto de cerca representaba
unos ochenta años, de estatura mediana, cabeza redonda y grandes entradas, con
unos ojos diminutos que expresaban una mirada entre pícara y gastada, las
manos regordetas y encallecidas por las labores del campo, entonces me ofreció sus servicios como
jardinero y me dijo:
-“la primavera está próxima, si quiere le puedo podar la buganvilla y el sauce para que tenga buena sombra”,
- me parece una buena idea, le contesté, “después de todo yo no tengo mucha idea de jardinería, muchas gracias”,
continuó jocoso ante mi respuesta, -“yo he sido el jardinero de su madre”
-“la primavera está próxima, si quiere le puedo podar la buganvilla y el sauce para que tenga buena sombra”,
- me parece una buena idea, le contesté, “después de todo yo no tengo mucha idea de jardinería, muchas gracias”,
continuó jocoso ante mi respuesta, -“yo he sido el jardinero de su madre”
Todos
los días a partir de entonces asomaba y descendía por el terraplén, yo me
preguntaba por qué no entraba por la verja como las demás personas y siempre me
ofrecía unas veces frutos de su huerta, otras veces huevos de sus gallinas, así sucesivamente, era de pocas palabras pero muy concretas, la buganvilla
crecía y crecía hermosa en todo su esplendor, parecía trepar con la misma
agilidad que el hombre por el terraplén, pues ya apuntaba la primavera y yo
descansaba con frecuencia a la sombra del
sauce perfectamente podado, él en
silencio, podaba aquí y allá, segaba la hierba, y trajinaba por el jardín sin
dejar de observarme, a veces balbucía entre dientes, -“una mujer sola, tan
joven, y en este lugar…” Poco a poco fue convirtiéndose en mi única compañía.
Así
pasábamos de una estación a otra siempre pendientes del sauce, de la buganvilla,
y de la hierba que crecía de manera constante, pero llegó el momento en que me
destinaron a otro lugar y recordé las sabias palabras de Miguel, “una casa es
un lugar de tránsito”... Me ausenté por una larga temporada, cuando regresé
encontré la casa en un completo abandono, la hierba había crecido tanto que la cubría por completo, la buganvilla y el sauce estaban marchitos, y el hombre que los
cuidaba había desaparecido para siempre de ese hermoso lugar de tránsito.
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