Todos los días subía las escaleras visiblemente cansada y acompañada por un niño que tendría unos seis años.
Era una mujer pequeña y delgada, y muy mayor, que vivía en esa casa hacía ya muchos años, tenía marcas de maquillaje en el rostro que se mezclaba de manera ocasional en los diferentes rasgos de su cara, dándole el aspecto de una mujer experimentada en los asuntos de la vida.
Era frecuente escuchar su llegada acompañada de un sonido intermitente de sus llaves y un curioso canto ocasional, todo el mundo en el barrio la observaba ir y venir en completo silencio.
Llegaba a la puerta de su casa, y cuando había abrillantado los elementos metálicos de la puerta, le daba golpes al niño en la cabeza para que los contemplara, y se oían los gritos angustiados de la criatura, mientras ella atinaba a introducir las llaves en la cerradura.
Después de mucho tiempo, ya no se la veía en compañía del niño y tampoco se oían los cánticos con que acompañaba su ascenso por las escaleras, los demás vecinos solían ignorarla, como solían hacer con la mayor parte de la gente, así que su anonimato era casi absoluto, yo, que vivía puerta con puerta, no escuchaba ya, nada, ni de noche ni de día…
Al salir un día al descansillo, encontré la puerta de su casa abierta y se oían desde el interior unos gemidos entrecortados, entré en la casa y la encontré amordazada y atada a una silla y llorando sin parar, la liberé de todas las ataduras y me explicó entre sollozos: ¡Me han robado mis joyas¡ ... ¡El dije de mi Pepe¡ ... traté de calmarla, y al poco tiempo, apareció la guardia urbana alertada por un vecino del gremio, ella me miró turbada y me dijo, cuando se la llevaban a declarar, entre pequeños gritos ya, y con el rostro desencajado : ¡Tú necesitas a alguien que te oriente¡ … ...
El caso salió en la prensa, y pude entonces saber, que se trataba de la alcahueta del barrio y de un ajuste de cuentas.
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