EL TREN Y LA CIUDAD
Llegamos al andén, estaba desierto, y ella inquieta miraba a todas partes y se estremecía al paso de los trenes, rápidos y ruidosos. Llegaron dos padres con un hijo en una silla y se dirigió a ellos para saludarlos, aún tuvimos que esperar unos minutos para subrir al tren, cuando llegó, y subimos, ella, expectante, tomó asiento junto a un joven que la saludó con cariño, estaba feliz, emprendíamos el viaje.
Llegó el revisor y pagamos el viaje. Con una sensación de liberación, hicimos el breve trayecto que nos llevaba a la ciudad, saludó a todo el vagón, era una fiesta para ella, viajar conmigo en ese tren.
Una explosión de miradas salían de sus ojos desorbitados, al fin habíamos llegado al lugar de destino.
Nos dispusimos a caminar y ella dirigía el trayecto tirando de mi mano, hacía mucho tiempo que no veía la ciudad, acostumbrada con resignación, a la línea recta de la playa… ahora disfrutaba de ambas cosas a la vez, la bahía y la ciudad.
Estaba sedienta, necesitaba agua, después de un largo paseo, llegamos a un bar y le dieron agua a raudales, bebió y nos sentamos a tomar un poco el fresco, se extendió y descansó.
Al cabo de un rato seguimos paseando por el centro de la ciudad. Con una alegría espectacular, caminaba saludando a su paso a todo el que encontraba, no salía de su asombro, se estaba reencontrando con otra civilización que no era la acostumbrada y miraba ansiosa a todas partes y apresuraba el paso, los ojos le brillaban y caminaba en silencio. De regreso, se sentó en el asiento y esperó paciente el próximo viaje, estaba claro, ese era su ser, la proximidad, el bullicio y el sonido penetrante de los coches, las voces que llegaban a sus sensibles oídos, los saludos y las caricias de la gente la liberaban del destierro y la novedad de subir al tren lleno también de gente, daba continuidad a su aventura.
Decidí volver con ella otro día, lo estabamos necesitando... todavía... el presente se imponía cada vez más, con la avidez con la que los perros se sumergen en él.
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