LEJOS DE CASA
Poema frente al mar
De Octavio Paz
Muere de sed el mar.
Se retuerce, sin nadie,
En su lecho de rocas.
Muere de sed, de aire.
Guardaba su bolso desvencijado por el uso, negro
irregular con un broche de pinza en el centro y ligeramente fruncido a los
costados, debajo de su colchón. Tal vez era esa una costumbre adquirida en
tiempos de guerra. Vestía luto siempre, de figura callada pero firme, casi
regia.
Sus manos regordetas y enrojecidas, marcadas por el
trabajo diario en la huerta y la ría que surcaba el espacio posterior de su
casa.
Recuerdo que pocas veces la vi reír pero la vi
rezar, la vi defender sus argumentos sobre el carácter de sus hijos y nietos,
la vi coser, la vi cargar con rudos sacos de patatas, la vi y la observaba
siempre atentamente, limpiar el pescado, la vi siempre comer a solas porque no
le gustaba que la vieran en ese menester, acogía en su regazo a sus nietos aún
niños con la hosquedad de una loba, sabía demasiado, y sentía esa opresión
característica del que se ve acosado e invadido. Pero nunca recuerdo haberla
visto llorar. Las huellas de la pobreza son así, duras, profundas, sombrías y
el peso de cierta enajenación mental se escondía tras los pliegues arrugados de
su boca. Yo adoraba a esa mujer llena de misterio y sigilo, escuchaba sus
escuetas palabras dichas de tal forma que perduran aún en el tiempo. Siento aún
su enérgica voz, profunda, en una lengua que no es la mía y que aún resuena en
mis oídos y sigo sus vestigios semitas hasta la cuna que la vio nacer. Muy
temida por su furia, los esbirros de la estirpe ganadora de posguerra volcaban
en ella todo el odio del que eran capaces. Pero era mi mejor consejera, siempre
espiaba por las noches sus movimientos a la hora de dormir, quería ver el
contenido de ese bolso escondido bajo el colchón. Una noche ventosa, cuando el
gran árbol que reposaba sus ramas agitadas contra la ventana de mi habitación,
el abuelo me hablaba melodiosamente del mochuelo que se escondía amenazante
entre la oscuridad frondosa del roble, pasó ella erguida y ligeramente seria,
al día siguiente partiríamos de viaje y dejaríamos atrás esos ámbitos que por
alguna razón a mí me producían desazón.
Llegó la hora de la despedida, ella me esperaba a
oscuras en su habitación para darme el último beso, tímidamente, espié su
entrada también por última vez, entonces lo vieron mis ojos, lo que todos
creían que era dinero, vi su ritual cotidiano, como abría en enlazado cierre de
su bolso, y sacaba un fajo de sobres gastados por el paso del tiempo, y en
ellos sentada en su lecho, leía las cartas enviadas de lejanas tierras por sus
hermanos, me acerqué a ella y en silencio me dio dos besos que aún conservo con
tanto sigilo como ella guardaba sus secretos.
Cuando emprendimos el viaje en el elegante coche de
mi padre, ignoraba el trayecto que me esperaba, llevaba conmigo su olor que
aspiré con fruición en el interior de su habitación, su blanco camisón largo
hasta los pies, su cabello desmadejado, el mochuelo me perseguía a través de la
ventanilla, la bruma de la mañana me pesaba como una losa, abría los ojos ajena
a la conversación de mis padres, un ligero mareo parecido al aturdimiento me
invadía, ¿hacia dónde nos dirigíamos? ¿Cuál sería la próxima parada? No podía
mirar hacia atrás porque ya no quedaba rastro de ella, sólo los bueyes y sus
carros, las vacas pastando, las lecheras en acción pasaban vertiginosos ante mi
vista, como petrificada en un bosque neblinoso me dejaba llevar por las cuatro
ruedas, ¡pobre de mí!, niña aún no sabía que nunca jamás volvería a verla en su
habitación.
Un pequeño pueblo se alineaba a ambos lados de la
carretera, paramos para mi sorpresa delante de una casa solariega que estaba justo
al lado de una ferretería. Entrar en la ferretería, de techumbre alta y paredes
blancas, un mostrador de madera robusta se extendía ante mis ojos, merodeaba en
ese ámbito y gozaba de innumerables cajoncitos y compartimentos, el olor de las
herramientas y las puntas, un hombre alto y delgado, de facciones enjutas nos
recibió y nos condujo a través de un pasadizo misterioso para mí, que se abría
en contraste con la oscuridad de la tienda hacia una entrada luminosa que nos
descubría una huerta llena de limones verdes y matojos. A mano izquierda un
hogar a ras del suelo del que pendía un
enorme caldero de hierro, a mano derecha arrancaba una escalera de caracol que
nos condujo a las diversas estancias de la casa pobladas de muebles coloniales
revestidos de ultramar.
Pronto encontré una mecedora antigua que me hizo
sentir una alegría pasajera, me subí a ella y allí una mujer de aspecto muy
austero, que exhalaba pulcritud en todos sus movimientos me cogió de la mano y
muy erguida nos condujo a su cocina. Se trataba de su hermana, Perfecta era su
nombre, esas mujeres a las que su padre mecía prendidas de sus barbas en la
eternidad del silencio.
Riquezas de la tierra, fueron asentadas en la baca
del coche y asombrosas imágenes, fragantes aromas y luces de misterio, poblaron mi alma desde
entonces. Nunca quise volver a realizar ese viaje, una tristeza profunda me lo
ha impedido, existen seres sobre la tierra cuyo misterio sólo aflora en nuestra
mirada, no necesitamos buscarlos, esa ausencia, esas ausencias se las lleva la
muerte cuando apagamos los ojos para siempre.
De Mares y Mareas
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