La nieve
Hugh
Walpole
[El texto de
este relato es una transcripción del que se recitó en la edición número 416 del
programa de radio Proyecto terror,
cotejada luego con el original inglés para corregir errores y ajustar la
puntuación. (Nota del editor digital).]
La
segunda señora Ryder no era una joven que se asustase con facilidad, pero ahora
estaba en pie en la penumbra del pasillo, con la espalda apoyada contra la
pared, la mano sobre el corazón, mirando la ventana grisácea al otro lado de la
cual la nieve caía continuamente sobre la luz de la lámpara.
Aquel
pasillo llevaba desde el estudio hasta el comedor, y la ventana daba al pequeño
sendero asfaltado que corría al borde del césped de la catedral. Mientras
contemplaba el pasillo, no estaba segura de si la mujer estaba allí o no. ¡Qué
absurdo por su parte! Sabía que la mujer no estaba allí. Pero si la mujer no
estaba, ¿cómo era que podía distinguir con tanta claridad la anticuada[62]
capa gris, el desarreglado pelo canoso y el claro contorno de la mejilla pálida
y el mentón erguido? Sí, y aún más que eso, el largo vuelo del vestido gris
cayendo en pliegues hasta el suelo, el relampagueo de un anillo dorado en la
mano blanca. No. No. No. Aquello era
una locura. Allí no había nadie ni nada. Era una alucinación…
Muy
débilmente una voz pareció llegar hasta ella: «Te lo advertí. Por última vez…».
¡Qué
tontería! ¿Hasta dónde iba a llevarla su imaginación? Los sonidos leves de la
casa, un grifo abierto en algún sitio, una voz débil en la cocina, estos y
otros se habían convertido en una voz imaginada. «Por última vez…».
Pero
su terror era auténtico. Normalmente no la asustaba nada. Era joven, sana y
valiente, amiga del deporte, de la caza, del tiro, de aceptar cualquier riesgo.
Ahora se sentía verdaderamente paralizada
por el terror: no podía moverse, no podía avanzar por el pasillo y encontrar la
luz, la calidez, la seguridad en el comedor. Todo el tiempo la nieve caía sin
parar, sigilosa, con su propia y secreta intención, maliciosa, al otro lado de
la ventana, bajo el pálido resplandor de la luz de la lámpara.
Entonces,
inesperadamente, se oyó un ruido procedente del vestíbulo, puertas abriéndose,
pies corriendo, una pausa y, después, con voces claras y hermosas, las bien
conocidas estrofas del «Buen rey Wenceslao». Eran los monaguillos de la
catedral en su habitual ronda navideña. Era Nochebuena. Siempre solían llegar a
aquellas horas en Nochebuena.
Con
un alivio intenso, casi increíble, volvió al vestíbulo. Al mismo tiempo, su
marido salió del estudio. Juntos sonrieron al grupito de niños con bufanda y
abrigo que cantaban poniendo toda su alma en el empeño, hasta que la vieja casa
reverberó con su melodía.
Tranquilizada
por la calidez y por la compañía humana, olvidó su terror. Había sido su
imaginación. Últimamente no se había sentido demasiado bien. Por eso había
estado tan irritable. El viejo doctor Bernard no había sido de ayuda: no
entendía su caso. Después de Navidad iría a Londres para buscar el mejor
tratamiento…
Si
hubiera estado bien, no habría exhibido media hora antes un mal genio tan
terrible por nada. Sabía que era por nada y, sin embargo, ese conocimiento no
la había ayudado a contenerse. Después de cada estallido de genio se decía a sí
misma que no habría más; y entonces Herbert decía algo irritante, alguna de sus
estupideces sin sentido, ¡y ella volvía a estallar!
Ahora
notaba, mientras estaba a su lado al pie de la escalera, que todavía estaba
resentido. Sin duda, media hora antes había dicho algunas cosas abominablemente
groseras[63] —cosas que no decía en serio—, y él las había aceptado
con su aire manso y silencioso. Si no fuera tan manso y silencioso, si le
pagara con su misma moneda, ella no perdería los nervios. De eso estaba segura.
Pero ¿quién no se sentiría irritado por tanta mansedumbre y por el único
reproche que le había hecho nunca?: «Elinor me entendía mejor, querida».
¡Arrojar a la primera esposa contra la segunda! ¿Acaso no era esa la cosa con
menos tacto que podía hacer un hombre? Y además, ¿Elinor, aquella mujer mayor y
ajada, el perfecto opuesto de su juventud, su alegría, su entusiasmo? Por eso
era por lo que Herbert la había amado, porque era alegre, radiante y joven. Era
cierto que Elinor había sido devota, que había estado tan completamente dedicada
a Herbert que vivía solo para él. La gente siempre estaba recordando su
devoción, lo cual era bastante grosero y falto de tacto por su parte.
Bueno,
ella no era capaz de entregar a nadie aquella devoción sensiblera y anticuada;
no le salía, y Herbert ya lo sabía a estas alturas.
No
obstante, amaba a Herbert a su manera, y él tenía que saberlo, tenía que
saberlo con tanta seguridad que no debería prestar atención a sus estallidos de
genio. No se sentía bien. Iría a ver a un médico en Londres…
Los
niños terminaron sus villancicos, fueron apropiadamente recompensados y
salieron dando tumbos como pájaros plumosos otra vez a la nieve. Volvieron al
estudio, los dos juntos, y se quedaron en pie junto a la gran chimenea. Ella
levantó la mano y le acarició su fina y preciosa mejilla.
—Lamento
haberme enfadado hace un momento, Bertie. No lo decía en serio, ¿sabes?
Pero
él no la besó y le dijo que no importaba, como acostumbraba a hacer. Mirando
directamente al frente, contestó:
—Bueno,
Alice, me gustaría que no hicieras esas cosas. Me duele mucho. Me afecta más de
lo que te imaginas. Y cada vez lo haces más. Me haces sentir muy mal. No sé qué
hacer al respecto. Y todo por nada.
Irritada
al no recibir el cumplido habitual por su dulzura para hacer las paces, se
retiró un poco y contestó:
—Oh,
muy bien. He dicho que lo sentía. No puedo hacer más.
—Pero
dime —insistió él—, quiero saberlo. ¿Qué hace que te pongas tan furiosa así, de
pronto? Y además por nada.
Estaba
a punto de dejar que su ira creciese, su ira ante su torpeza, su obstinación,
cuando un miedo la detuvo, un miedo extraño e inexpresable, como si alguien le
hubiera susurrado: «¡Cuidado! ¡Esta es la última vez!».
—No
es solo culpa mía —contestó ella, y salió de la habitación.
Se
quedó en el frío vestíbulo, sin saber adónde ir. Podía sentir la nieve cayendo
fuera de la casa y se estremeció. Odiaba la nieve, odiaba el invierno, aquel
bestial, frío y oscuro invierno inglés que duraba eternamente, solo para
transformarse al final en la húmeda y empapada primavera inglesa.
Llevaba
todo el día nevando. No era habitual que nevara tanto en Polchester. Era el
invierno más duro que habían conocido en muchos años.
Cuando
pidió a Herbert que pasaran el invierno en el extranjero —cosa que podían
permitirse sin problemas—, él le contestó con impaciencia; sentía un gran
afecto por aquel pueblucho medio muerto con su catedral. Parecía que la
catedral le importaba muchísimo; ¡no estaba contento si no iba a verla todos
los días! No le extrañaría que pensara más en la catedral que en ella. Elinor
había sido igual; incluso había escrito un librito sobre la catedral, sobre la
tumba del obispo negro y los cristales tintados y todo lo demás…
¿Qué
era la catedral al fin y al cabo? ¡Solo un edificio!
Estaba
de pie, en medio de la salita de estar, contemplando a través de la nieve
fantasmal el enorme bulto de la catedral que Herbert decía que era como una
nave volante, pero que para ella era más como una bestia agazapada lamiéndose
los labios para limpiarse de los miserables pecadores[64] que
constantemente devoraba.
Mientras
la miraba y se estremecía, sintiendo que, a pesar de sí misma, su genio y su
angustia crecían tanto que amenazaban con ahogarla, le pareció que su radiante
y alegre salita iluminada por el fuego se había abierto de repente a la nieve.
Fue exactamente como si hubieran aparecido grietas por todas partes, en el
techo, las paredes, las ventanas, y como si a través de esas grietas se
filtrara la nieve, goteando en rastros de humedad por las paredes, tal vez
formando ya charcos de agua sobre la alfombra.
Por
supuesto que aquello era todo pura imaginación, pero la verdad era que la
habitación estaba terriblemente fría, aunque ardía un gran fuego y era el
cuarto más acogedor de la casa.
Entonces,
al volverse, vio la figura junto a la puerta. Aquella vez no podía haber error
alguno. Era una sombra gris, y sin embargo una sombra con forma y silueta: el
desarreglado pelo gris, el rostro pálido como una hoja iluminada por la luna,
las largas ropas grises, y con algo obstinado, vengativo y terriblemente
amenazador en su pose.
Se
movió y la figura desapareció; allí no había nada y la habitación volvía a
estar caliente, de hecho hacía mucho calor. Pero la joven señora Ryder, que
nunca había temido nada en toda su vida excepto que desapareciese su juventud,
temblaba tanto que tuvo que sentarse, y ni siquiera así cesaron sus temblores.
Su mano temblaba sobre el reposabrazos de la silla.
Había
inventado todo aquello al imaginarse que Elinor la odiaba y por el odio que
ella sentía hacia Elinor. Cierto era que no habían llegado a conocerse, pero
¿quién sabía si los espiritistas tenían razón y el espíritu de Elinor, celoso
del amor que sentía Herbert por ella, había estado separándoles, obligándola a
perder los nervios y luego odiándola por hacerlo? ¡Cosas así podían ocurrir!
Pero no tenía demasiado tiempo para especulaciones. Le preocupaba su miedo. Era
un miedo real, definido, la clase de miedo que uno tiene justo antes de
someterse a una operación. Alguien o algo la amenazaba. Se aferró a su silla
como si levantarse de ella fuera arrojarse al desastre. Miró a su alrededor por
todas partes; todas las cosas familiares, los cuadros, los libros, las mesitas,
el piano, eran distintas ahora, aisladas, extrañas, hostiles, como si hubieran
sido conquistadas por un poder enemigo.
Deseaba
que Herbert viniera a protegerla; sentía un gran cariño hacia él. Nunca
volvería a perder los nervios con él… Y en aquel mismo instante, una voz fría
pareció susurrarle[65] al oído: «Más te vale. Sería la última vez».
Por
fin reunió valor para levantarse, cruzar la habitación y vestirse para la cena.
En su habitación, recuperó el ánimo una vez más. Sin duda hacía mucho frío, y
la nieve, como podía ver cuando miraba entre las cortinas, caía más densamente
que nunca, pero se dio un baño caliente, se sentó delante del fuego y recuperó
la sensatez.
Durante
muchos meses había sido creciente la extraña sensación de que la vigilaban y
que alguien hostil la acompañaba. Tal vez fuera más intensa debido a lo que
Herbert le había contado de Elinor; decía que era la clase de mujer que, una
vez amaba a alguien, nunca soltaba a esa persona; era completamente fiel. Con
eso daba a entender que su tenaz fidelidad, en algunas ocasiones, había sido un
poco difícil de llevar.
—Siempre
decía —añadió una vez— que me cuidaría hasta que me reuniera con ella en el
otro mundo. ¡Pobre Elinor! —suspiró—. Tenía una gran fe religiosa, mucho más
fuerte que la mía, me temo.
Siempre
era después de una de sus rabietas cuando la joven señora Ryder era más
consciente de su alucinación, de la terrible incomodidad de sentir que había
alguien cerca que la odiaba, pero fue solo durante la última semana cuando
empezó a imaginar que realmente veía a alguien, y con cada día que pasaba la
sensación de percibir esa figura había ido creciendo.
Por
supuesto, eran solo sus nervios, pero era una de aquellas afecciones nerviosas
que se volvían agotadoras si uno no se libraba de ellas[66]. La
señora Ryder, segura en la calidez y la intimidad de su dormitorio, decidió que
a partir de aquel momento solo mostraría dulzura y luz. ¡Se acabaron los
estallidos! Aquello era lo que más daño le estaba haciendo.
Aunque
Herbert fuera un poco irritante, ¿acaso no era eso lo que ocurría con todos los
maridos del mundo? ¿Y acaso no estábamos en Navidad? ¡Paz y buena voluntad a
todos los hombres! ¡Paz y buena voluntad a Herbert!
Se
sentaron el uno enfrente del otro en el coqueto comedor cubierto de grabados
chinos, la mesa resplandeciente y las cortinas ambarinas profundamente oscuras
bajo la luz del fuego.
Pero
Herbert no era él mismo. Supuso que todavía seguía dolido por su riña de
aquella tarde. Los hombres eran unos niños. ¡Era increíble lo niños que eran![67]
Así
que, cuando la doncella salió de la habitación, se acercó a él, se inclinó y le
besó en la frente.
—Querido…
ya veo que sigues enfadado. No debes estarlo. De verdad que no. Es Navidad, y
si yo te perdono a ti, tú debes perdonarme a mí.
—¿Que
tú me perdonas? —preguntó, mirándola como si estuviera molesto—. ¿Qué es lo que
tienes que perdonarme?
Bueno,
aquello era demasiado. Cuando ella había dado todos los pasos, y había
humillado su orgullo.
Volvió
a su silla, pero durante un tiempo no pudo contestarle porque la doncella
estaba presente. Cuando volvieron a quedarse solos, reunió toda su paciencia y
dijo:
—Bertie,
querido, ¿de verdad crees que se puede ganar algo poniéndonos así de
malhumorados? No es digno de ti. De verdad que no lo es.
Él
contestó con mucha tranquilidad.
—¿Malhumorado?
No, esa no es la palabra adecuada. Pero prefiero callarme. De lo contrario,
diré algo que lamentaría. —Luego, después de una pausa, en voz baja, como si
estuviera murmurando para sí, añadió—: Estas riñas constantes son espantosas.
Su
genio volvió a despertarse; otro yo que no tenía nada que ver con su verdadero
yo, una desconocida para ella y, sin embargo, una amiga muy familiar.
—No
seas tan mojigato —contestó ella, con voz un tanto temblorosa[68]—.
Estas disputas son solo culpa mía, ¿verdad?
—Elinor
y yo nunca nos peleábamos —dijo él, tan suavemente que ella apenas pudo
escucharle.
—¡No!
Porque Elinor pensaba que eras perfecto. Te adoraba. A menudo me lo has dicho.
Yo no creo que seas perfecto. Yo tampoco soy perfecta. Pero ambos tenemos
defectos. No soy la única culpable.
—Será
mejor que nos separemos —dijo él, levantando la mirada de repente—. Ya no nos
entendemos. Antes sí nos entendíamos. No sé qué es lo que lo ha cambiado todo.
Pero, tal y como están las cosas, lo mejor sería que nos separásemos.
Le
miró y supo que le amaba más que nunca, pero porque le amaba tanto quería
hacerle daño, y porque había dicho que pensaba que podría pasarse sin ella se
puso tan furiosa que olvidó todas las precauciones. Su amor y su cólera se
sumaron el uno a la otra. Cuanto más furiosa se ponía, más le quería. Dijo:
—Sé
por qué quieres que nos separemos. Es porque estás enamorado de otra. (Qué
gracioso —dijo algo dentro de ella—. No lo dices en serio). Me has tratado como
me has tratado, y ahora quieres dejarme.
—No
estoy enamorado de otra persona —le contestó firmemente—, y lo sabes. Pero
somos tan infelices juntos que es estúpido seguir… estúpido… Todo esto ha sido
un fracaso.
Había
tanta infelicidad, tanta amargura en su voz que ella comprendió por fin que
había ido demasiado lejos. Le había perdido.
No
era aquello lo que buscaba. Estaba asustada y su miedo la enfureció tanto que
se dirigió hacia él.
—Muy
bien… Entonces se lo contaré a todos… cómo has sido. Cómo me has tratado.
—Otra
escena, no —contestó con hartazgo—. No lo soporto más. Esperemos. Mañana es
Navidad…
Se
sentía tan desgraciada que la rabia que sentía hacia sí misma la enloqueció. No
podía soportar sentirse tan desesperadamente decepcionada consigo misma, con su
vida en común, con todo.
Con
un estallido de rabia ciega, le golpeó; fue como si se estuviera pegando a sí
misma. Él se levantó y se marchó de la habitación sin decir una palabra. Se
produjo una pausa, y luego ella oyó que la puerta del vestíbulo se cerraba.
Había abandonado la casa.
Se
quedó parada, recuperando lentamente el control. Cuando perdía los nervios era
como si se hundiera bajo el agua. Cuando todo había terminado, volvía[69]
una vez más a la superficie de la vida, preguntándose dónde había estado y qué
había estado haciendo. Ahora se quedó allí parada, desconcertada, y entonces
fue inmediatamente consciente de dos cosas: una, que la habitación estaba
amargamente fría, y la otra, que había alguien con ella en la habitación.
Esta
vez no tuvo que mirar a su alrededor. No se dio la vuelta, sino que solo miró
directamente las ventanas cubiertas por cortinas, observándolas muy
detenidamente, como si estuviera haciendo inventario de ellas para algún futuro
análisis, con sus gruesos pliegues ambarinos, sus varas doradas, sus líneas
blancas, y detrás de ellas la nieve que caía.
No
necesitaba volverse, sino que[70], con un escalofrío de terror, supo
que aquella figura gris que, durante las últimas semanas, había estado
acercándose cada vez más estaba casi a la altura de su hombro. Oyó con
claridad: «Te lo advertí. Esta ha sido la última vez».
Al
mismo tiempo, entró Onslow, el mayordomo. Onslow era ancho, gordo y rubicundo,
un mayordomo bueno y fiel, apasionado de la música de iglesia. Estaba soltero,
y se decía que las mujeres le habían decepcionado. Tenía una madre anciana en
Liverpool a quien se sentía muy unido.
Con
un fogonazo de entendimiento, pensó en todo aquello cuando él entró. Esperaba
que él viera también[71] la figura gris a su lado. Pero se mostró
impasible, su complacencia ceremonial le cubría de seguridad.
—El
señor Fairfax ha salido —dijo ella con firmeza. Oh, sin duda tenía que ver
algo, tenía que notar algo.
—¡Sí,
señora! —Luego, sonriendo de forma más bien ampulosa, añadió—: Está nevando
mucho. Nunca había visto nevar así por aquí. ¿Quiere que encienda el fuego de
la salita, señora?
—No,
gracias. Pero el estudio del señor Fairfax…
—Sí,
señora. Solo pensé que, como hace tanto calor en esta habitación, podría
resultarle algo fría la salita.
¿Que
hacía calor en aquella habitación, cuando estaba temblando de la cabeza a los
pies? Si no se abrazaba era para que no la viera… Deseó que se quedara, deseó
implorarle que no se marchase; pero al momento se había[72] ido,
cerrando suavemente la puerta al salir.
Entonces,
un deseo loco de huir se apoderó de ella, y no pudo moverse. Estaba pegada al
suelo, y mientras intentaba con todas sus fuerzas chillar, gritar, tirar la
casa abajo a voces, descubrió que solo conseguía emitir un susurro, y sintió el
frío contacto de una mano sobre la suya.
No
volvió la cabeza: toda su personalidad, toda su vida pasada, su pobre valor, su
miserable fortaleza fueron invocados para enfrentarse a aquella sensación de
muerte inminente que era tan inconfundible como un olor determinado o el timbre
familiar de un gong. Había soñado en pesadillas con la muerte inminente y
siempre había sido así, un terrible encogimiento del corazón, una parálisis de
las extremidades, una sensación asfixiante de desastre parecida a un
anestésico.
—Se
te advirtió —volvió a decirle.
Sabía
que si se daba la vuelta vería la cara de Elinor, rígida[73],
blanca, despiadada. Aquella mujer siempre la había odiado, siempre había estado
vilmente celosa de ella, protegiendo a su miserable Herbert.
Cierto
rencor pareció abandonarla. Descubrió que podía moverse, sus extremidades
estaban libres.
Alcanzó
la puerta, pasó corriendo por el pasillo, llegó al vestíbulo. ¿Dónde podría
estar a salvo? Pensó en la catedral, donde aquella noche había un servicio de
Navidad. Abrió la puerta del vestíbulo y, mientras recibía la espesa y sorda
nieve, salió corriendo.
Cruzó
el césped hacia la puerta de la catedral. Sus finas zapatillas negras se
hundían en la nieve. Había nieve por todas partes: en su pelo, en sus ojos, en
su nariz, en su boca, en su cuello desnudo, entre sus pechos.
—¡Socorro!
¡Socorro! —quería gritar, pero la nieve la ahogaba. Las luces se arremolinaban
a su alrededor. La catedral se alzó como una inmensa águila negra y voló hacia
ella.
Cayó
hacia delante, y mientras caía, una mano más fría que la propia nieve la[74]
agarró del cuello. Se quedó tumbada en la nieve, forcejeando, y mientras
forcejeaba dos manos gélidas y sin carne se cerraron sobre su garganta.
Lo
último que percibió fue el duro contorno de un anillo apretándole el cuello.
Luego se quedó inmóvil, la cara sobre la nieve, y los copos la cubrieron con
entusiasmo salvaje.
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