PÁLPITO EN LA SIERRA
“no hay silencio
siquiera en las montañas
sino
el seco y estéril trueno sin lluvia
no
hay soledad siquiera en las montañas
sólo
huraños rostros de mofa y queja”
V. Lo que dijo el trueno. La tierra Baldía.
T.S. Eliott
Llegaron
con las primeras luces del alba al albergue de la Sierra en donde pasarían el fin de semana recogiendo
setas a través de los campos y los bosques
dorados de otoño. Él iba provisto de todos los aparejos y llevaba
crampones para sus botas con el fin de escalar el monte que se divisaba desde
la ventana, ella aunque había participado en otras muchas expediciones, como
cacerías y arreo de vacas en los picos nevados de Europa, sin embargo acudía a
esta excursión desprovista de cualquier instrumento que la protegiera de los
accidentes del campo, se trataba de un viaje que más era un pretexto para salir
de una ciudad populosa y gélida e internarse en la Sierra, en donde los colores
azules, ocres y dorados, amarillos
enrojecidos por el sol y las hojas de los árboles caídos y combados por los
primeros vientos del otoño ejercían un poder mágico, como un conjuro sobre su
espíritu montaraz.
Él
en cambio acudía al encuentro con la naturaleza como si de una ardua escalada
se tratara, allí iba a reunirse con otros compañeros de fatigas que solían
escalar montañas cubiertas de nieve y hielo en otros parajes y esta expedición
se tornaba entonces en una simple bagatela excusa para reunirse y recoger
algunas setas.
Tomaron
un desayuno fuerte a base de huevos y leche y pan de hogaza con queso al calor
de una lumbre improvisada en el lugar y descansaron un rato antes de ponerse en
camino.
Emprendieron
la marcha con los primeros rayos del sol, los rastrojos sobre la tierra, restos
de algunos árboles ya pelados por los
primeros rigores del invierno, herían el calzado de ella demasiado endeble para
esos caminos. Fue trotando sin embargo alegre por el natural paisaje y de vez
en cuando recogía las setas que encontraba y examinándolas atentamente tras
algún comentario en voz alta las iba guardando en una bolsa junto a algunos
perifollos que hallaba desperdigados entre las hojas.
Así
caminaron los amigos hasta llegar a las proximidades de la sierra en donde un
río pasaba casi inadvertido regando unos peñascos desnudos e irregulares
alrededor. Él se dispuso a escalar el primero con ese afán competitivo que le
ilusionaba como si del Everest se tratara, ella se quedaba rezagada y
entretenida con las setas y esa atmósfera oxigenada del valle que ensanchaba
sus pulmones ahítos de los malos humos de la ciudad.
Entretanto
la misma sensación que en otras ocasiones en que tuvo lugar una expedición
semejante, se extendía a lo lejos dejándose sentir una extraña ausencia, algo
que en medio de la naturaleza se hacía inminente, con premura acuciante, como
si se tratara de algo arrebatado por la fuerza y que solo se hacía más presente
cuando pisaba la tierra de caminos inexplorados y vírgenes ante sus ojos, no
sabía a ciencia cierta si se trataba de un deseo frustrado, de un anhelo incumplido,
o bien de un presentimiento, pero
golpeaba en su pecho y la obligaba a
retardar su marcha ajena por completo a cualquier empresa de competición
agreste.
Iba
tan ensimismada en sus sensaciones que no reparó en la distancia casi eterna
que la separaba de su compañero, de pronto escuchó un grito de auxilio en la
lejanía, corrió campo a través y por fin encontró a su amigo hundido en una
sima inesperada y a duras penas sujeto a la maleza con los crampones de sus
botas y las manos clavadas en una zarza salvaje, ella quiso ayudarlo y sintió
de repente esfumarse sus sensaciones con
el tenue viento de la mañana, intentó asirlo con sus brazos pero su fuerza era
exigua para arrastrar tanto peso, —¡ve a pedir ayuda dijo su amigo enrojecido de
pavor, en el pueblo vive un hombre fuerte que puede ayudarnos!, ella se apresuró
con todas sus fuerzas a desandar el camino andado, una vez en el pueblo buscó
al hombre fuerte y éste acudió en su compañía al lugar de la sima, pero antes
de llegar al pie de la sierra el amigo flotaba sobre el río desangrándose sus
heridas junto a los peñascos enrojecidos que le habían arrebatado sus
crampones.
Comprobó
ella entonces que sus sensaciones tenían lugar en medio de un espacio infinito
que no exige a sus visitantes otro instrumento más allá de los sentidos y que
siempre la salvaba de la muerte.
De. Silencios en Otoño
De. Silencios en Otoño
Pintura china,
naturaleza, el valle de las montañas
azules.
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