INSTINTO DE CONSERVACIÓN
Todos
los jueves tiene la costumbre de coger en primer lugar un taxi que le conduce a
la parada del autobús y se traslada con esfuerzo a un lugar de la playa. Es un
hombre joven, que ha trabajado toda su
vida en el país germano, como transportista, a causa de un accidente de trabajo
se vio obligado a dejarlo todo y
regresar completamente inútil a su país, su mujer lo había abandonado y dejó
atrás a sus hijos a quienes hace muchos años que no ve.
Es
un hombre culto y tiene sus piernas enganchadas a dos muletas que le trasladan posando
sus pies adormecidos sobre el suelo para arrastrarlos, las gentes del lugar
pasean con carritos de bebé, acompañados con frecuencia de algún perro fiero, y
cuando él se encamina de nuevo para coger el autobús siempre con tiempo por
delante, lo relegan sin miramientos a la calzada con cierta actitud de
seguridad, él, pacientemente desciende de la acera con un único objetivo, llegar
a tiempo a la cola en donde a empellones entrega su tarjeta de inválido al
conductor.
Ella suele encontrarlo y a veces incluso él la llama por teléfono para tomar unos
vinos en algún bar cercano, se han hecho buenos amigos, pasea mucho y
camina muy deprisa, suele llegar muy lejos en sus andanzas y se detiene con él
para charlar un rato antes de partir para su lugar de destino, en donde la
esperan otros amigos, la mayoría bien casados y bien situados, todos se asombran de verla siempre en compañía
de una animal y con gente tan rara.
¡Tienes
que encontrar un marido! —Suelen decirle—
Una
mujer, perfecta casada, siempre muy compuesta, con mucho lujo para esa
circunstancia, la suele comentar muy satisfecha —tú necesitas un tío bueno que
tenga dinero y no esa gente con la que andas— ¡mira yo, cuando menos lo esperaba
encontré a mi marido! Ella, no respondía, fijó su mirada en un rincón en donde
el marido con la cabeza ladeada esbozaba una sonrisa de triste satisfacción, al
contrario que su mujer, él no bebía nada en absoluto, ni siquiera agua, no
fumaba, no podía comer, con actitud pasiva contemplaba el ir y venir de todos
los presentes fumando, bebiendo, picando aquí y allá, riendo constantemente. Respondió
a su mirada con estas palabras: “Sí, mi mujer tiene razón, a mi me han abierto
en canal tres veces en lo que va de año, y dependo de una máquina de diálisis
para poder moverme con libertad, tengo mucha suerte, ella me cuida mucho,
mucho, y nadie daba un ochavo por nuestra boda”— te hemos visto en compañía de
ése tullido— dijo con desdén—¿cómo se llama?... Más de una vez hemos tenido que
llevarlo a su casa completamente borracho, yo creo que lleva las muletas para
sostener sus borracheras— sí, debes cuidar más tus compañías, y encontrar un
marido con dinero—…
Pasó
mucho tiempo desde que no tenía noticias de su amigo, lo encontró por casualidad
un día en el pueblo, — ¡Hombre, cuánto tiempo sin verte! — ¿Cómo estás? —He tenido
que trasladarme a Alemania, — respondió él— para arreglar unos papeles, mi
hermana vio cómo me las arreglaba con las dos manos al reparar una
estufa e informó a las autoridades que me ni siquiera necesitaba muletas, que
tampoco necesitaba ninguna subvención. Ahora he venido al Ayuntamiento porque
me han indemnizado con veinte millones—
¡Estupendo!, —dijo ella muy contenta—, esto hay que celebrarlo, pide unos vinos— Y añadió —ahora podrás comprarte una silla de
ruedas,
—No,
dijo él melancólico— prefiero hacer ejercicio.
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