Faulkner no escatimó
elogios: “Thomas Wolfe es el mejor; después estoy yo; después,
Hemingway”. Del tiempo y el río no sólo es una de las obras
más ambiciosas de la literatura norteamericana, sino también uno de los
monumentos novelísticos del siglo XX. Una obra de arte total, a la que nada
humano le es ajeno. De una voracidad, desmesura y lirismo sin igual, con un
exceso al que debe su irrepetible grandeza y el lugar de honor que ocupa en la
literatura mundial. Una obra tan gigantesca plantea de por sí varias preguntas:
¿Qué lleva a un autor a entregarse a un trabajo tan exhaustivo? ¿Cómo hace para
que su vida y sus intenciones artísticas no naufraguen en el océano de las
palabras en el que desemboca el torrencial fluir de su escritura? ¿Qué sentido
tiene escribir –y escribir tanto–, qué le ocurre a un hombre cuando se
convierte en un escritor tan apasionadamente unido a su obra?
En 1936, dos años
antes de su prematura muerte, Thomas Wolfe escribió un relato, The
Story of a Novel, donde narraba la laboriosa y hasta traumática
gestación de DEL TIEMPO Y EL RIO, en “una historia del artista como hombre y
como trabajador” que concluye apuntando la razón última de tan titánico empeño:
un Nuevo Mundo debe fundar su propia y nueva literatura. El combate cuerpo a
cuerpo de Thomas Wolfe con su propia obra resultó de este modo una magistral
lección de la dificultad y el goce de escribir, del drama y dolor de la
creación, del lugar del artista en el mundo, y del predominio pese a todo de la
pasión sobre la técnica.
DEBEDEHABER publica,
en su memoria, al cumplirse el 75 aniversario de la muerte del gran autor
norteamericano, un significativo extracto de esta épica narración que en España
fue editada bajo el título de “Historia de una novela”.
*
CÓMO ESCRIBÍ “DEL TIEMPO Y EL RÍO”
–
Al volver a Estados
Unidos en la primavera de 1931, aunque tenía entre 300.000 y 400.000 palabras
escritas, no disponía de nada que pudiera ser publicado como novela. Casi un
año y medio había pasado desde la aparición de mi primer libro y la gente ya
había empezado a hacerme una pregunta bienintencionada, pero que al repetirse
año tras año, llegó a hacérseme tan intolerable como una burla cruel: “¿Ya ha
terminado su próximo libro? ¿Cuándo se publicará?”.
Por entonces, estaba
seguro de que en pocos meses de riguroso trabajo conseguiría acabar la obra.
Busqué un lugar, un pequeño apartamento en Brooklyn, y allí continuó mi
trabajo.
La primavera se hizo
verano, el verano otoño; día tras día trabajaba duramente, y no surgía nada que
tuviera la unidad y la forma de una novela. Llegó octubre, y con él un segundo
año entero desde la aparición de mi primer libro. Y ahora estaba
inevitablemente obligado a publicar el segundo. Empecé a notar una sensación de
opresión y desesperación tan tenaz. que en los tres años siguientes llegó a
hacerse casi enloquecedoramente insoportable. Por primera vez me di cuenta de
que mi proyecto era de mayor envergadura de lo que había imaginado. En la época
en que volví de Europa, aún creía estar preparando un libro de extensión
normal, de unas 200.000 palabras. Pero ahora que una escena seguía a otra, que
aparecía un personaje tras otro, a medida que se volvía más comprensible el
significado de los temas que abordaba, descubrí que me sería imposible escribir
el libro que había planeado ajustándome a los límites que estimé suficientes.
Toda aquella época
estuve desconcertado por el problema del tiempo en el libro, por una
articulación temporal que no debía perderse y para la que buscaba denodadamente
algún tipo de forma. El argumento se desarrollaba en tres niveles de tiempo. El
primero y más obvio era el presente, en el que la narración avanzaba y
personajes y sucesos se dirigían hacía un futuro inmediato. El segundo nivel de
tiempo era el pasado, por el que los personajes eran determinados por toda la
experiencia humana acumulada, de modo que cada instante de sus vidas estaba
condicionado no sólo por lo que experimentaban en cada momento sino también por
todo cuanto habían conocido hasta entonces. Junto con estos dos niveles existía
un tercero, que concebía como el de un tiempo inmutable: el tiempo de los ríos,
de las montañas, de los océanos y la tierra; un universo de tiempo eterno e
invariable sobre el que podía proyectarse lo transitorio de la vida humana, la
amarga brevedad de su día. El tremendo problema que comportaban estos tres
niveles temporales casi me derrotó, causándome incontables horas de angustia en
los años siguientes.
Cuando empecé a
entender la verdadera naturaleza del trabajo que me había propuesto, la imagen
del río comenzó a darme vueltas por la mente. Literalmente, sentía como si
tuviera un gran río brotando en mi interior, y tenía que encontrarle un cauce
por el que pudiera fluir el ímpetu de su corriente. Comprendía claramente que
debía encontrarlo o sería destruido por la fuerza de mi propia creación; y estoy
seguro de que todos los artistas que han existido notaron esta sensación alguna
vez.
Entretanto, me iba
dejando atrapar por una absurda idea fija cuyo error no podía entonces
advertir. Yo estaba convencido de que todo mi gigantesco plan tenía que
desarrollarse dentro de los límites de un libro normal, que titularía Feria
de octubre. Sólo al cabo de un año comprendí que el material que estaba
elaborando abarcaba unos 150 años de Historia, necesitaba la participación de
más de dos mil personajes y, en su forma definitiva, incluiría a casi todas las
razas y clases de la vida norteamericana. Para semejante propósito, un libro de
200.000 palabras era del todo insuficiente.
¿Cómo llegué a esta
conclusión? No me parece exagerado decir que por meterme de lleno en la obra.
Todo aquel año escribí furiosamente, sintiendo la inexorable opresión del
correr del tiempo, con la acuciante necesidad de acabar algo. Escribía como un
poseso; terminaba escena tras escena, capítulo tras capítulo. Los personajes
empezaron a cobrar vida, a crecer y multiplicarse hasta poder contarse por
cientos; pero, como comprendí con desesperación, mi proyecto era tan ambicioso
que aquellos capítulos podían compararse a la hilera de luces que a veces uno
ve por la noche desde las ventanillas de un tren corriendo a gran velocidad a
través de las sombras y la soledad del campo.
Trabajaba
encarnizadamente día tras día hasta que mis energías creadoras se agotaban, y,
pese a que al final de aquel período ya llevaba escritas unas 200.000 palabras
–suficientes para componer un extenso libro–, con tremendo desconsuelo descubrí
que lo que había terminado apenas era una pequeña parte del libro.
Llegué entonces al
estado de abandono y total soledad que todo artista debe afrontar y vencer si
quiere sobrevivir. Antes, me había impulsado la deliciosa ilusión de triunfo
que todos tenemos cuando soñamos con los libros que vamos a escribir. Ahora, al
estar cara a cara frente a la escritura, me di cuenta de repente que en esa
lucha había empeñado mi vida y mi persona tan irrevocablemente, que no tenía
más opción que triunfar o ser aniquilado. Estaba solo ante mi trabajo, y
entonces supe que debía hacerlo yo solo, que nadie podría ayudarme por mucho
que quisiera hacerlo. Advertí, por primera vez, otro hecho implacable que todo
artista debe saber: que en la actividad humana no solo se encuentra el germen
de la vida, sino también el de la muerte, y que el poder de creación que nos
exalta también puede corroernos si permitimos que se pudra en nuestras entrañas
como un feto. Tenía que expulsarlo como fuera. Y entonces, por primera vez, una
terrible inquietud sacudió mi mente: la de que no viviría lo bastante para
expulsarlo, la de haber concebido una obra tan grandiosa e imposible que, para
llevarla a término, no bastarían una docena de vidas.
Sin embargo, en
aquella época conté con un inestimable apoyo: tenía por amigo a un hombre de
inmensa y paciente sabiduría, de carácter tan amable como inquebrantable. Si no
fui destruido por el desaliento que me había provocado la gigantesca tarea que
tenía por delante, creo que se debió en buena parte al valor y la paciencia de
aquel hombre. No cedí porque él no me permitía ceder; y creo que es cierto
asimismo que en aquel difícil periodo él contaba con la ventaja de encontrarse
en la posición del sagaz observador de una batalla. Yo en cambio estaba en
pleno fragor de la batalla, cubierto de polvo y sudor, extenuado por el
combate, y veía el carácter y desarrollo de la contienda mucho menos claramente
que mi amigo. Poco era lo que aquel hombre podía hacer entonces, salvo observar
y, de un modo u otro, conseguir que yo insistiera en mi trabajo, cosa que logró
con discreción y maravilloso tacto.
Yo estaba en plena
etapa de producción, y aún el más capaz de los editores poco puede hacer por un
escritor hasta que este, extrayéndolos de las secretas oscuridades de su
espíritu, ha sacado a la luz los frutos de su imaginación. En esta dolorosa
etapa, mi amigo el editor había unido su labor específica a un hombre que
estaba agarrado a una ballena a punto de sumergirse; sólo a su tenacidad debo
haberme podido soltar finalmente de la ballena.
Mientras tanto mi
energía creadora funcionaba con la mayor capacidad que he conocido. A veces
escribía sin creer que podría terminar algo, teniendo en mi interior sólo una
atroz desesperación; aún así, escribía y escribía y no podía parar de escribir.
Era como si la desesperación fuera el aguijón que me obligaba a continuar, que
me hacía escribir incluso cuando creía que no acabaría nunca. Aunque sólo hacía
dos años y medio que vivía en Brooklyn, me parecía que hacía centurias que
estaba allí, con oceánicas profundidades de negras e insondables vivencias no
mesurables en tiempo. A veces la gente me ha preguntado qué fue de mí durante
aquellos años, cómo podía enterarme de lo que ocurría a mi alrededor si mi vida
estaba tan absorbida por la escritura. Puede parecer extraño, pero lo cierto es
que nunca he vivido tan intensamente, nunca he compartido tanto la común vida
humana como lo hice en aquellos tres años en los que luchaba con el gigantesco
problema de mi obra.
Entre otros aspectos,
mis facultades sensitivas y creadoras, mi capacidad de observación y
comprensión, mi sentido del oído incluso, y, sobre todo, el poder de mi
memoria, habían llegado a su mayor agudeza. Al acabar una jornada de
encarnizado trabajo, mi cerebro ardía por el esfuerzo y ni el opio de la
lectura, la poesía, la música, el alcohol, ni cualquier otro placer, le podían
dar descanso. Era incapaz de dormir, incapaz de controlar aquel torbellino de
febrilidad creadora; y, como consecuencia de ello, durante tres años deambulé
continuamente por las calles, exploré el hormigueante laberinto de la ciudad
que un millón de pasos cruzaban, y llegué a conocerla como nunca lo había
hecho. Corrían tiempos sombríos en la Historia de la nación, coincidiendo con
una época sombría de mi propia vida; es natural, por tanto, que mis recuerdos
de entonces sean penosos y amargos.
Aquellos años vi por
doquier escenas de ruina y dolor. Mi propia gente, los miembros de mi propia
familia, estaban arruinados; en lo que se llamó “la Depresión” perdieron todo
su bienestar material y lo que habían conseguido tener tras toda una vida de
esfuerzos. Y la catástrofe fue general, golpeando de una manera u otra la vida
de casi todos aquellos a quienes conocía. Además, en mi incesante vagabundeo y
exploración a través de la gran telaraña y jungla urbana, vi, viví, sentí y
experimenté todo el peso de aquella horrible desdicha humana.
Vi un hombre muerto
entre un montón de trapos rotos y hediondos, devorado por los gusanos; vi seres
infelices amontonados unos con otros para darse calor, helándose acuclillados
dentro de retretes sin puertas, sobre el inmundo asiento de una letrina
pública, bajo la sombra y al frío abrigo de magníficos y suntuosos monumentos a
la opulencia; vi actos de repugnante violencia y maldad, la arrogancia de los
poderosos; vi una autoridad cruel y corrupta pisoteando despiadadamente las
vidas de los pobres, los débiles, los infelices y los indefensos de la tierra.
Y el estremecedor
impacto de aquellas tenebrosas estampas de la inhumanidad del hombre para con
su semejante, las infinitas repercusiones de estas escenas de sufrimiento,
violencia, opresión, hambre, frío, de la suciedad y la pobreza extendiéndose
sin que nadie se preocupara de ellas en un mundo donde hasta los ricos estaban
podridos en su bienestar, dejaron una cicatriz en mi vida y una convicción en
mi espíritu que nunca perderé.
Y, como sedimento
final, de todo ello quedó un recuerdo luminoso, cierto testimonio de la
fortaleza del ser humano, de su capacidad para soportar el sufrimiento y
sobrevivir pese a todo. Por esta razón creo que siempre recordaré aquel negro
periodo con una especie de regocijo que entonces no hubiera creído posible, porque
fue entonces cuando más intensamente viví; el sufrimiento de mi propia obra me
hizo compartir el de las vidas de quienes me rodeaban. Y esa es otra cosa que
me aportó la creación de mi libro: le dio a mi vida esa especie de madurez que
la realización de toda obra causa en la vida del artista.
Llegó el prematuro
invierno de 1933. Y con él –al menos así me lo pareció– el definitivo
hundimiento en un fracaso abismal. Todavía escribía y escribía, pero tan a
ciegas, tan desesperadamente, como un caballo enganchado a una noria, trotando
por el mismo círculo interminable, sin conocer más objetivo en su vida que ese.
Si dormía, era para tener una incesante pesadilla de fulgurantes visiones
cruzando por mi mente febril y desasosegada. Y cuando despertaba, era para
levantarme exhausto, sin conocer más que el trabajo, todo el día agotándome
furiosamente entregado a una desalentadora labor; y luego otra vez la noche, el
frenético deambular por miles de calles, y la cama y el duermevela de nuevo, la
alucinante pesadilla a la que mi conciencia estaba encadenada como un
condenado.
Existía cierto tipo de
sueños que sólo puedo definir como ”Sueños del Tiempo y la Culpa”: cambiantes
en su maldita e interminable fecundidad, me devolvían el vasto mundo que había
conocido, el billón de rostros que había visto y el millón de voces que había
oído; y me lo devolvía con el maligno placer de quien como espectador
reconstruye algo con indeseada minuciosidad. Mi conflicto diario con el Debe y
el Haber, las enormes acumulaciones de recuerdos de mis años de lucha con las
formas de la vida, mi brutal e infinito esfuerzo por grabar en la memoria cada
ladrillo y cada adoquín de todas las calles por las que había andado, cada
rostro de las abigarradas muchedumbres de todas las ciudades, de todos los
países con los que mi espíritu había contrastado su salvajismo luchando
desigualmente por la supremacía, todo volvía ahora: cada piedra, cada
calle, cada ciudad, cada país, sí, incluso cada estante de la abarrotada
biblioteca cuyas hileras de libros había intentado devorar en la universidad;
todo volvía, transportado por estos poderosos, tristes y en cierto modo
sosegados sueños dementes. Veía, oía y conocía todo a la vez, instantáneamente
me encontraba sin penas ni angustias, poseído por la lúcida serenidad de Dios,
señor de todo el vivo universo que durante años había luchado por dominar en su
totalidad. Y el fruto de ese gigantesco triunfo, la calma e inmediato alivio
causados por esa inmortalidad alucinada e inhumana, en cierto modo era más triste
y amargo que la más insoportable y cruel derrota sufrida en mi lucha con la
multiplicidad de la vida. Sobre ese mundo de sueños brillaba para siempre,
serena, muda e invariable, la luz del tiempo. Y entre el tráfago de las
compactas multitudes –cuyos rostros, cuya vida, en lo individual y en lo
colectivo era ahora la mía, al instante y sin esfuerzo– se elevaban para
siempre los patéticos y continuos lamentos del cuerpo mortal; crecían las
tinieblas producidas por la sombra de la muerte, que con lúgubre resuello
alienta en las orillas inmensas del mundo.
Y más allá, más allá
–eternamente encima, alrededor, detrás de la vasta y tranquila lucidez de mi
espíritu, que ahora sostenía fácilmente el mundo y todos sus elementos entre
las enormes palmas de sus manos– estaba para siempre el fatal conocimiento de
mi propia e inexpiable culpa.
No sabía lo que había
hecho. Sólo sabía que había perdido el tiempo miserablemente, y que al actuar
así había traicionado a mi hermano el hombre. Había estado ausente de casa demasiado
tiempo –cómo, porqué o en qué sentido, no lo sabía–, drogado por los
adormecedores efluvios de algún florido país de hadas, con una oscura
pesadumbre interna que me era imposible recordar. Y de pronto otra vez me
hallaba en el lugar donde nací, caminando solitario bajo una luz suave, muda y
difusa; marchando por los caminos, los campos trillados en las colinas, las
calles de mi tierra natal, a veces incluso por los perfiles exactos y revividos
de mi hogar, mi niñez y mi pueblo; de tal modo que no sólo cuanto había
conocido –cada calle y rostro que me fueron familiares, cada piedra del
pavimento–, sino también incontables cosas que nunca vi o había olvidado –una
bisagra oxidada en la puerta de un sótano, el crujir de una escalera, un
desconchado en la pintura parda de la verja de madera, el tronco de un roble en
la colina parcialmente hueco a causa de una rama desprendida, el brillo de los
cristales de la puerta de entrada, la manivela de bronce del freno de un
tranvía abrillantada por un lado por el roce del fuerte puño del conductor y
cubierta por una petaca convertida en improvisada funda–, cosas así, con
millones de otras, volvían para atormentar mi sueño.
Y aún más que estas,
más, mucho más íntimos que esas escenas de evocación y anacronismo, eran los
paisajes derivados de ellas: calles, pueblos y rostros vistos no como eran,
sino como deberían ser en la impenetrable, extraña y enigmática 1ógica del
cerebro y del corazón humanos, siendo así más reales y verídicos que la
realidad.
Estos sueños del Tiempo
y la Culpa no eran los únicos: al soñar, mi mente y mi memoria bullían en
interminables imágenes; todas las inmensas reservas de la memoria eran
exhumadas y precipitadas en un torrente desbordado. Un millón de cosas, vistas
una vez y luego olvidadas, reaparecían y centelleaban ante mis ojos en un
caudal de luz; y un millón de cosas no vistas, caras, ciudades, calles y
paisajes aún no contemplados pero largamente imaginados –las caras desconocidas
más reales que las conocidas, las voces no oídas más moduladas que las siempre
escuchadas, los planos, volúmenes, formas y paisajes nunca entrevistos mucho
más reales que cualquiera de los vistos detalladamente–, todo fluía en mi mente
febril y agitada como un torrente de interminable esplendor. Y, de repente, sabía
que ese flujo nunca se interrumpiría.
Pues el sueño había
muerto para siempre, el piadoso, oscuro, dulce y olvidado sueño de la niñez. El
gusano había entrado en mi corazón instalándose allí, enroscado y alimentándose
de mi cerebro, espíritu y memoria. Finalmente, sabía que mi propio fuego me
había atrapado, consumiéndome en mi propia voracidad, desgarrándome con el
garfio de la furiosa e insaciable ambición que había consumido mi
vida durante años. En resumen, sabía que, en el cerebro, el corazón o la
memoria, una llama ardería siempre, de día, de noche, cada despertar o momento
de sueño de mi vida; que el gusano se alimentaría y la luz brillaría sin que
ninguna distracción –comidas, bebidas, viajes, mujeres– pudiera apagarla; y que
nunca más, hasta que la muerte me cubriera con su definitiva y total oscuridad,
podría librarme de ella.
Supe que por fin me
había convertido en escritor: supe por fin qué le ocurre al hombre que
convierte su vida en vida de escritor.
A ese estado había
llegado al empezar el invierno de 1933; y, aunque no pudiera darme cuenta, ya
estaba a la vista el final de mi titánica labor. A mediados de diciembre del
mismo año, el editor de quien ya hablé y que durante toda aquella tormentosa
etapa de mi vida había mantenido sobre mí una serena vigilancia, me invitó a su
casa y, tranquilamente, me dijo que mi libro ya estaba terminado. No pude más
que mirarle con atolondrada sorpresa, respondiéndole al fin, desde lo más hondo
de mi desconsuelo, que se equivocaba, que el libro no estaba terminado, que
nunca lo terminaría porque ya no podía escribir más. Sin perder la calma
insistió en que el libro estaba terminado, lo supiera yo o no. Y me rogó que
volviera a mi habitación y dedicara la semana siguiente a ordenar el
manuscrito.
Aunque sin esperanzas
ni convicción, le hice caso. Durante seis días trabajé sentado en el suelo, en
medio de la habitación, rodeado de montañas de papeles mecanografiados. Al
terminar la semana tenía lista la primera parte, y justo dos días antes de la
Navidad de 1933 le envié el manuscrito de Feria de octubre, y poco
después el de Las colinas más allá de Portland. La extensión
de Feria de octubre era entonces de aproximadamente un millón
de palabras. Fragmentariamente, lo había leído casi todo en los tres años precedentes,
pero ahora por primera vez podía leerlo ordenado. Y de nuevo su intuición fue
acertada: me había dicho la verdad cuando afirmó que el libro estaba terminado.
Terminado, pero no en
el sentido de que ya pudiera ser publicado. Realmente más que un libro era su
esqueleto, pero por primera vez en cuatro años todo el esqueleto del libro
estaba listo. Aún faltaba una enorme labor de revisión, de conexión entre las
distintas partes, de darle forma y, sobre todo, de hacer cortes y supresiones.
Pero ya tenía el libro y nada, ni mi propia desesperación, me lo podía
arrebatar. Así me lo dijo el editor, y de repente comprendí que tenía razón.
Aunque, por supuesto,
eran muchos los problemas que teníamos por delante, al menos ya existía algo
sobre lo que trabajar, y con alegre confianza emprendimos la tarea que nos
esperaba. El primer problema era la desmesurada extensión del libro, pues ya
sólo el esqueleto de Feria de octubre tenía doce veces la
longitud de una novela normal, o bien el doble del tamaño de Guerra y
Paz. Saltaba a la vista que así no solo era imposible publicarlo en un
único volumen, sino que aunque se publicara en varios volúmenes la tremenda
extensión prácticamente anularía cualquier posibilidad de encontrar un público
que lo leyera.
Teníamos que solucionar
ese problema, pero el editor lo resolvió rápidamente. A medida que examinaba el
manuscrito, advirtió que era posible distinguir dos ciclos completos e
independientes. El primero narraba el periodo de vagabundeo y hambre en la
juventud de un hombre. El segundo presentaba un período de menos incertidumbre,
y tenía mayor coherencia. Por tanto, obviamente, esos dos movimientos cíclicos
del libro en realidad eran el material de dos obras totalmente diferentes, y
aunque la segunda era de largo la más acabada, lógicamente debíamos retocar y
publicar antes el primer ciclo. Y eso fue por lo que optamos.
Abordamos la primera
parte; inmediatamente preparé una sinopsis que, además del desarrollo del libro
de principio a fin, incluía un análisis de los capítulos que consideraba
terminados, de los que estaban incompletos y de los que aún estaban por
escribir. Siguiendo esta sinopsis, empezamos a preparar el libro para
entregarlo a la imprenta. Este trabajo me ocupó todo el año 1934. A comienzos
de 1935 la novela estuvo lista por fin, siendo impresa en marzo del mismo año,
con el titulo Del Tiempo y el Río.
El manuscrito requirió
drásticos cortes; pero, debido al modo como había sido escrito, y también a
causa de lo cansado que estaba, no me sentía capaz de efectuar semejante tarea.
Cortar ha sido siempre
lo más difícil y desagradable en mi trabajo de escritor; siempre he tendido más
a alargar que a cortar. Además mi capacidad para criticar mi propia obra había
quedado maltrecha, al menos en aquel entonces, debido al delirante trabajo de
los cuatro años precedentes. Cuando la obra de un hombre ha brotado de él como
lava ardiente durante casi cinco años, cuando todo, incluso lo superfluo, se ha
moldeado con fuego y pasión incandescente, con las propias energías creadoras
al rojo vivo, es muy difícil convertirse de pronto en frío cirujano, en
implacable extirpador.
Bastarán unos pocos
ejemplos para ilustrar las dificultades con que tropezábamos: el capítulo que
abría la novela narraba el viaje nocturno de un tren por el Estado de Virginia.
Su función en el libro consistía sencillamente en introducir algunos de los
personajes principales, esbozar la situación clave, ofrecer algunos
antecedentes de la trama, y quizá, mediante el movimiento del tren sobre la
tierra inmóvil, marcar el compás de cierto latido, provocando determinada
emoción inherente a la naturaleza de la obra. En consecuencia, ese capítulo era
importante, pero su función era secundaria en el conjunto del libro, y debía
tener una extensión proporcional a su importancia.
Ahora bien, en su
primera versión esta introducción era bastante más larga que una novela
mediana. Lo que hacía falta simplemente era un capítulo introductorio, dos como
mucho, y sin embargo yo había escrito unas cien mil palabras. La misma dificultad,
la misma falta de proporción se daba asimismo en otras partes del manuscrito.
Lo que había escrito
sobre el tren era bueno. Pero tenía que aprender la amarguísima lección a la
que debe someterse quien quiera escribir: que un fragmento puede ser por sí
mismo la más perfecta obra que uno ha escrito jamás y sin embargo no encajar en
absoluto en el manuscrito que se pretende publicar. Esto es muy duro, pero hay
que afrontarlo, y nosotros lo afrontamos.
Todo mi ser se
conmovía con la sangrienta mutilación. Se me encogía el alma viendo la
carnicería de tantas cosas hermosas en las que había puesto el corazón. Pero
había hacerlo, y lo hicimos.
El primer capítulo del
original, un capítulo que el propio editor consideró como uno de los mejores
que he escrito, fue implacablemente suprimido debido a que no era un verdadero
comienzo, sino como mucho un preámbulo que retrasaba el auténtico inicio;
suprimido, por tanto. Y así ocurrió a lo largo del resto. Capítulos de
cincuenta mil palabras fueron reducidos a quince mil o diez mil; y, habiendo
aceptado la imperiosa necesidad de recortar, al final llegué a una especie de
insensibilidad y en un par de ocasiones yo mismo procedí a más cortes de los
que mi editor estaba dispuesto a consentir.
Otro fallo que siempre
ha trastornado mi escritura es que con frecuencia intento reproducir
íntegramente todo el desarrollo y situaciones de una escena real. Así, en otro
capítulo del libro, cuatro personas conversaban cuatro horas ininterrumpidas.
Todos eran buenos conversadores, y a menudo hablaban o intentaban hablar a la
vez. La conversación era entretenida y muy animada, muy vivaz porque yo conocía
bien las vidas, el carácter y el vocabulario de toda esa gente, y no me había
dejado nada. Y en todo el rato lo único que ocurría en esta escena era que una
mujer, que había bajado del automóvil de su marido y entrado en casa de su
madre, le decía al impaciente esposo, cada vez que este hacía sonar el claxon:
“¡vale, vale, espera cinco minutos!”. Los cinco minutos se convirtieron en cuatro
horas y el pobre hombre tocaba y tocaba el claxon mientras en la casa las dos
mujeres y dos jóvenes de la misma familia mantenían una torrencial
conversación, contándose con pelos y señales la vida y milagros de casi todos
los vecinos del pueblo, recordando historias pasadas y chismes presentes,
haciendo especulaciones acerca del futuro. Todo lo recogí en el manuscrito tal
como lo había presenciado, conocido y vivido miles de veces y, a costa de pecar
de inmodesto, debo decir que era excelente en su totalidad: la espontaneidad de
la conversación, la vitalidad y colorido del lenguaje, su perfecta naturalidad,
la fluidez de la escena. Pero había hecho charlar a cuatro personajes durante
ochenta mil palabras, que equivaldrían a doscientas páginas de apretada
tipografía, y eso para una escena secundaria en un libro enorme; aunque era
buena, era un error y por supuesto debía ser eliminada.
Así fueron algunos de
nuestros mayores problemas con el manuscrito, y pese a que después de la
publicación del libro no han faltado sugerencias de que habría mejorado con más
cortes, lo cierto es que los que ya le hicimos fueron mucho más drásticos de lo
que había imaginado.
Entretanto, continuaba
a toda marcha la tarea de completar el esquema, terminar las partes que faltaban
y establecer los imprescindibles eslabones de transición entre ellas.
Por sí solo esto ya
comportaba un trabajo enorme, y todavía durante otro año estuve escribiendo
todo el día arduamente. Una vez más se hizo patente mi principal error: una vez
más escribía demasiado. No sólo escribía lo esencial, sino que una y otra vez
mi entusiasmo por una buena escena –una de esas fascinantes perspectivas que a
un hombre se le pueden revelar maravillosamente en el curso de su creación–,
volvía a arrastrarme y concedía miles de palabras a una escena que no aportaba
nada que pudiera considerarse de vital importancia a un libro cuya principal
necesidad era una despiadada condensación.
Aquel año debo haber
escrito, para añadir al manuscrito, cerca de millón y medio de palabras, de las
que, naturalmente, sólo una pequeña parte fue aprovechada para la versión
definitiva.
Lo que caracterizaba
mi método de trabajo, el afán de explorar hasta el fondo el material que
empleaba, me condujo a otro error. Cinco años escribiendo sin parar me habían
inducido a creer que no sólo había que usarlo todo sino que era preciso decirlo
todo, sin dar nada por sobreentendido. Como resultado de ello, al final había
al menos una docena de capítulos adicionales que me parecía que otorgarían un valor
definitivo al libro. Discutí el asunto hasta la saciedad con mi editor. Le dije
que era preciso incluir esos capítulos simplemente porque yo creía que sin
ellos el libro estaría incompleto: él recurrió a toda clase de argumentos para
demostrarme que estaba equivocado. Me doy cuenta ahora de que tenía razón, pero
entonces yo estaba tan irracionalmente unido a mi obra que carecía de la
distancia necesaria para juzgarla imparcialmente.
El final llegó de
improviso, el final de aquellos cinco años de tormento y trabajo incesante. En
octubre viajé a Chicago para tomarme unas vacaciones de dos semanas, las
primeras desde hacía tiempo. Al volver, me encontré con que mi editor, con toda
la tranquilidad del mundo, había mandado por su cuenta el manuscrito a la imprenta,
los tipógrafos ya estaban trabajando en él y las pruebas empezaban a llegar.
Esto yo no lo había previsto; me desesperé, enloquecí. “No puedes hacerlo”, le
dije, “el libro no está terminado, necesito seis meses más”.
Me contestó que no
sólo estaba terminado, sino que si dedicaba al libro seis meses más, después
reclamaría otros seis más, luego otros seis y que muy bien podía obcecarme
tanto con mi obra que nunca llegaría a publicarla.
Siguió diciéndome –y
creo que con toda la razón– que me equivocaba actuando de ese modo. Yo no era,
me dijo, un perfeccionista, un escritor del tipo de Flaubert. Yo tenía veinte,
treinta, incontables libros dentro de mí, y lo importante era escribirlos y no
desperdiciar el resto de mi vida perfeccionando uno solo. Admitió que seis
meses más de trabajo en el libro servirían para acabarlo mejor, pero no creía
que el beneficio de ello fuera ni de lejos tan considerable como a mí me lo
parecía; y por eso estaba profundamente convencido de que el libro debía
publicarse sin más dilación, de que debía sacármelo de encima, olvidarlo y
orientar mi vida hacia la realización del trabajo que ya tenía preparado y que
estaba esperándome. Además, predijo con exactitud el tipo de críticas que
recibiría la novela: por su extensión, por su adjetivación, por su exuberancia;
pero me recomendó que no me desalentara por ellas.
Por último, me dijo
que yo seguiría escribiendo y que haría obras cada vez mejores, que aprendería
a trabajar sin tanta confusión, sin malgastar energías y sin inútiles torturas;
que mis futuros libros lograrían más y más la coherencia, seguridad y
perdurabilidad que todo artista ansía para sus obras; pero que debía aprender
como lo había hecho hasta ahora: tanteando, luchando, buscando yo solo mi
propio camino; no podía ser de otra manera.
En enero de 1935
revisé las últimas pruebas; los primeros ejemplares salieron de imprenta en
febrero; el libro estuvo listo para ser distribuido a principios de marzo. Para
entonces yo no estaba ya en mi país. Una semana antes de la salida del libro a
la calle me había embarcado rumbo a Europa; y a medida que el barco se iba
alejando más y más de la costa americana, mi moral iba hundiéndose más y más
hasta llegar al más bajo nivel de inconsolable depresión que creo haber
conocido. Puede que esto se debiera sobre todo a una reacción física, al
inevitable efecto de la relajación de un organismo sometido durante cinco años
a una tensión al límite. Me parecía que mi vida era como un gran mecanismo que
estuvo tenso y a pleno rendimiento durante años y que ahora de repente se
aflojaba y giraba en el vacío. Y al pensar en mi libro se apoderaba de mí la
más descomunal desolación que jamás he sufrido. Hasta entonces, nunca me había
dado cuenta de lo unido que había estado a mi libro, de que se había convertido
en uno de mis miembros fundamentales; ahora que me lo habían arrebatado, notaba
mi vida carente de sentido, vacía como un caparazón. Ahora que el libro se
había ido, que no podía hacer nada más por él, sentía una abisal sensación de
fracaso. Siempre he sentido cierto temor a publicar, por más que publicar sea
algo que he perseguido tenazmente. Pese a todo lo que he escrito, siempre
he sentido una creciente desesperación a medida que se acercaba el momento de
imprimir y no sólo a mi editor le he suplicado que aplazara la publicación
hasta la siguiente temporada, sino que también a directores de revistas les he
pedido que aplazaran uno o dos meses la aparición de uno de mis cuentos, para
tener la oportunidad de trabajarlo un poco más, de hacerle algo aunque no
siempre supiera exactamente qué.
Sufría ahora una
agobiante sensación de vergüenza, mucho más intensa que las que hubiera sentido
antes. Me sentía como si me hubiera exhibido perversamente cual un pobre idiota
carente de talento, dándole la razón a los críticos que habían profetizado que
mi primer libro sería un chispazo sin continuidad. Con ese estado de ánimo
llegué a París el 8 de marzo, el mismo día que Del Tiempo y el Ríose
ponía a la venta en Estados Unidos. Me había ido a Francia a olvidarlo, y sin
embargo no dejaba de pensar en él. Del alba al crepúsculo, noche y día,
recorría las calles sin tregua; en menos de dos semanas, fui a misa al Sacré
Coeur como mínimo una docena de veces; luego volvía a deambular por
las calles de París, volvía al hotel a las diez de la noche y me derrumbaba en
la cama; pero ni así conciliaba el sueño.
Tras varios días de
zozobra, me forcé a ir a la agencia de viajes en la que un mensaje debía estar
esperándome. Encontré un telegrama. Era de mi editor, y decía simplemente: “Reseñas
magníficas con algunas críticas en el sentido esperado, abundantes en grandes
elogios”. Primero lo leí con una casi intolerable alegría, pero a medida
que volvía a leerlo y releerlo, viejas y tenebrosas dudas volvieron a corroerme
y al caer la noche ya estaba convencido de que el maravilloso telegrama era
precisamente una sentencia de muerte, que mi editor, movido por su infinita
compasión, había utilizado esas palabras para hacerme entender que mi obra
había resultado un colosal fracaso.
Pasé tres días vagando
por las calles de París como un animal enloquecido, tres días de los que luego
no pude recordar casi nada. Al fin, envié un frenético telegrama a mi editor,
diciéndole que podía soportar cualquier cosa menos esta diabólica incertidumbre,
rogándole que me dijera lisa y llanamente la verdad, por amarga que fuera. Su
respuesta fue de tal modo, que ya no pude dudar más de él ni de la acogida que
había tenido mi novela en mi país.
Así termina la
historia de la creación de un libro y de lo que le ocurrió a su autor. Sé que
es una historia demasiado larga; también sé que parecerá sólo la historia de
los delirantes y ridículos errores de un hombre; pero precisamente por ser una
historia así, espero que quizá tenga algún valor. Es una historia del artista
como hombre y trabajador. Es una historia del artista como hijo de una familia
cualquiera de la Tierra, que conoce todas las angustias, frustraciones y
engaños que un ser humano puede conocer.
En cualquier época de
la Historia de la humanidad, la vida del artista no ha sido fácil. Y a menudo
me ha parecido que en Estados Unidos puede ser perfectamente la más dura de
todas. No hablo de cierta frustración de nuestra vida nacional, de cierta
esterilidad espiritual, de cierta árida vulgaridad que conspira contra la vida
del artista impidiendo su desarrollo. No aludo a esas cosas, porque ya no les
doy la importancia que antaño les concedí. Me refiero al trabajo efectivo del
artista, al carácter de la labor que le espera. Una labor cuyas proporciones
materiales me parece que aquí son más grandiosas y difíciles que en cualquier
otro país del mundo. No sólo porque al artista norteamericano le sea imposible
disponer, como en las culturas de Europa y Asia, de modelos previos,
referencias formales y una tradición que otorguen a su obra la necesaria
autenticidad y valor propio. No sólo porque deba fundar una nueva tradición,
sacándola de su existencia misma y de la magnitud y potencia de la vida
norteamericana, creándose sus propios modelos. No sólo porque deba encarar esos
problemas; es mucho más que eso: tiene que descubrir un mundo y su lenguaje.
En eso consiste la
lucha por la que debemos apostar nuestra vida en lo sucesivo. De entre el
billón de formas de Estados Unidos, de la salvaje violencia y densa complejidad
de su multitudinaria vida, de la singular e inimitable sustancia de esta tierra
y esta vida nuestras, debemos extraer, con la fuerza y el aliento de nuestras
propias vidas, el sentido de nuestra lengua y el intransferible espíritu de
nuestro arte.
Thomas Wolfe
(1) En la foto
que encabeza el artículo, Thomas Wolfe aparece en Colorado junto a Helen R.
Ferril, esposa de un editor y poeta local (1935)