domingo, 7 de abril de 2013

EL VATE DE TUBINGA


 
 
 

 
 
EL VATE DE TUBINGA

La poesía es la más inocente de todas las ocupaciones.


Cuenta la historia que un hombre aullaba por las noches sus poemas como un perro abandonado, que vagaba constantemente por las calles hablando solo y lanzando improperios con amargura, que perdió la noción del tiempo y del espacio cuando se internó en el estudio de la literatura clásica y se encerró con su pasión en un recinto que él consideraba sagrado durante treinta y seis años, en donde lo hallaron loco y perorando a las puertas de la muerte.

Su poesía era poesía que llora la pérdida y canta la libertad pero sobre todo que huye a otro tiempo y a otro lugar, evocaba a Grecia y buscaba consuelo en la naturaleza en la búsqueda febril de la belleza, en la plenitud de los bosques y los pájaros, en la inquietante belleza de los crepúsculos sagrados.

El protagonista de esta historia también huyó a otro tiempo y a otro lugar, en donde los días brillaran en todo su esplendor y se encontrara a salvo en compañía de las palabras.

Un lugar de paredes blancas que guardaban en su interior el ir y venir de ratas que prisioneras deseaban salir por cualquier rendija descuidada. En el que las goteras incipientes se acrecentaban día tras día abultándose en el techo y dibujando en él figuras extrañas y filigranas.

Se encontraba en esa edad visionaria de la juventud en la que lo más importante era descubrir las viejas sendas por las que habían caminado otros con su experiencia. Carecía de recursos pero eso no le importaba, por las noches recorría su calle y hurgaba en los contenedores de basura en busca de algún alimento todavía fresco y comestible. Le bastaba su escondrijo para vivir y experimentar a sus anchas.

Pronto su calle se llenó de comentarios y las malas lenguas hablaban de él con el fin de expulsarle de sus vidas, comentaban con crueldad, que se trataba de un delincuente y que se escondía de la justicia porque había cometido un asesinato, le consideraban un loco peligroso y temían por la integridad de sus hijos. Él pasaba ante ellos en silencio todos los días y ellos le señalaban con el dedo echándole toda suerte de maldiciones.

Una vez que franqueaba el umbral de su puerta olvidaba los percances y se encerraba en su mundo de sueños y quimeras, amaba sobre todas las cosas la poesía que leía siempre entusiasmado y al mismo tiempo llenaba de luces y sombras su habitación ¡Días eternos y dorados, en los que el tiempo se prolongaba y borraba las lindes del infinito! ¡Poetas del pasado desplegaban sus voces en la noche! ¡Cantos de vida y esperanza! Impaciente se adentraba en otras tierras lejanas y se sumergía con inmenso placer en los entresijos de otras lenguas, de esa manera el tiempo se ensanchaba y él se perdía en su interior despreocupado y sin prisa. Así en medio de una felicidad brillante, pasaron los años hasta que llegó a esa edad en la que los sueños solo viven en reposo.

Pero nadie entre los humanos perdona la libertad ajena fuera del rebaño y los habitantes de su calle comenzaron a hacerle la vida imposible. ¡Hay que sacarlo de ahí! –Decían– ¡Ensucia nuestra calle! – ¡Es un subversivo!–¡pervierte a nuestros jóvenes con el ejemplo de su mala vida y sus ideas !– ¡Es un loco peligroso!

Él, cansado y al límite de su paciencia salía de su casa investido de la divinidad de las palabras, y advertía a sus vecinos de que la maldición de los dioses recaería sobre ellos y sobre sus hijos, porque habían provocado sus iras y además, qué podían ellos reprocharle a él, si ellos se alimentaban de cadáveres, asistían a espectáculos sangrientos, desconocían el estado excelso del amor, vivían de espaldas al estado natural de las cosas, analfabetos como eran, que otra cosa podían esperar en su pocilga que el castigo de la naturaleza, y con esas divinas palabras se alejaba y se internaba en su humilde cobijo.

La venganza anida en  los espíritus maledicentes que viven a expensas de las vicisitudes ajenas y los alimenta. Una mañana que aún conservaba el resplandor del pasado, los bultos del techo se desplomaron sobre su cabeza y hundieron su libro en la miseria, alguno de esos seres había provocado intencionadamente el cataclismo, bajó enloquecido a la calle y comenzó a perorar y a echar maldiciones, cuando de una furgoneta descendieron unos hombres gorilas que le pusieron una camisa de fuerza y lo internaron en un psiquiátrico, de todos sus libros conservaba solo uno que encerraba en su interior un poema “A las parcas” del genio de Tubinga y mientras recitaba con voz profunda y temblorosa los últimos versos:

Sé bienvenido, silencio del mundo de las sombras,

Estoy alegre, aunque el son de mi lira

No descienda conmigo. Una vez

Viví como los dioses y con eso me basta.

Llegó una enfermera para suministrarle su medicación, él cerró los ojos y se internó para siempre en el mundo de las sombras.

Poema:
“A las parcas”

Friedrich Hölderlin

Foto: Carl Spitzweg, Der arme Poet, Neue Pinakothec. (El poeta pobre).

De: Claros y Sombras

Mercedes Vicente González