domingo, 27 de enero de 2013

LA CISTERNA











LA CISTERNA


Se despidió aquella mañana temprano de sus compañeros en la oficina, había decidido salir definitivamente de su país e ir en busca de otras experiencias, de otros sueños, el trabajo que desempeñaba lo abrumaba de tal manera que día tras día se sumía en una angustiosa depresión. Salió apresurado y dispuesto a ultimar los últimos preparativos del viaje, entretanto se topó con una antigua amante que le saludó muy efusiva y al conocer las vicisitudes de su partida, le deseó buena suerte y le dio un beso en la mejilla. Cogería el avión que le iba a llevar a una ciudad  de Centroeuropa al día siguiente muy temprano.
¡Cuántos momentos ansiados en la monotonía de los días de trabajo en el rincón de su despacho… cuántos sueños por realizar¡
Cansado y con emoción contenida, ya al atardecer cuando el crepúsculo anuncia las confortables y esperanzadoras horas del sueño, se dirigió a su casa para preparar la cena y empaquetar algunas cosas, había dejado los alimentos justos en el frigorífico con el fin de vaciarlo y desenchufarlo, se sentó en un taburete de la cocina y cenó en compañía de una botella de vino tinto, el sueño y las emociones le habían vencido y  se acostó ilusionado.
Cuando sonó el timbre del despertador a la mañana siguiente, cosas del destino que uno no puede prever y que ocasionan impaciencia y malhumor derrotando de un plumazo todas nuestras expectativas, como cuando en la más tierna niñez se nos rompe nuestro juguete preferido e intentamos arreglarlo desesperanzados, evocó en un instante, las calles de Viena por donde transitó un hombre cargado con el manuscrito ilusionado de su primera y única  novela, las  conversaciones con un hombre sin cualidades en un rincón de un café maltrecho, el renacer de Virgilio en pleno siglo XX, las cartas sin respuesta de un hombre que habitaba una montaña llena de magia y diálogos interminables, las notas melancólicas de una sinfonía creada a pesar del desengaño, y el incendio provocado de una biblioteca a manos de un hombre enloquecido, ¡Dios mío, cuántas páginas rotas¡… Las calles por las que iba a deambular rodeadas de grandes edificios, su catedral gótica, jardines de ensueño, cafés, teatros, cines, música vienesa se vieron anegados por una lenta y fortuita inundación de agua que le impedía levantarse de la cama sin empaparse hasta las rodillas, consternado miró a su alrededor sin perder de vista la hora que marcaba el reloj despertador, todo era inútil el avión ya había despegado sin él, sin sus cosas bien dispuestas, angustiado y casi a punto de resignarse a su fatal destino a media mañana sonó el timbre, era ella, su antigua amante, cuando se levantó de su lecho inundado con intención de recibir a su amiga, contempló estupefacto sumirse la riada en dirección a la cisterna.