domingo, 17 de noviembre de 2013

EL HOMBRE CANSADO.











EL HOMBRE CANSADO.


Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.
“Utopía de un hombre que está cansado”
Jorge Luis Borges



Solía bajar todas las mañanas a buscar el pan y el periódico cargado con un cuerpo inmenso a través de unas escaleras que con su peso hacían sonar crujiente en cada rellano la madera podrida con el paso de los años.
Sofocado llegaba al fin a la calle y se encaminaba al kiosco de la plaza con paso cansino y abatido como si no hubiera dormido.
De regreso tomaba aliento en el portal para subir los cuatro pisos que le conducían a su casa, una de sus vecinas, una mujer joven se compadecía de él y le ayudaba a subir cogido del brazo y si llevaba alguna bolsa le descargaba de su peso.
El hombre tenía el tamaño de un cuerpo  grande que envolvía un abrigo largo gris de espiga y lo llevaba siempre puesto incluso cuando el invierno había concluido, su cabeza era  redonda, coronada por unas pocas canas que flotaban sobre un cráneo pelado y calvo, los ojos pequeños y azules se hundían en una masa de carne que dibujaba unos párpados hinchados y una mirada retraída como si ya no le interesara el mundo. Contaban por el barrio que era un marinero y se había aventurado más allá del océano durante muchos años de su vida y que su esposa y sus hijos lo habían dejado en el olvido acostumbrados a ausencias tan prolongadas, otros en cambio decían que se trataba de un prisionero de guerra y que cuando llegaron tiempos mejores lo habían liberado de sus cadenas carcelarias. Escondido su rostro dentro del cuello de su abrigo,  su pesado cuerpo siempre con los brazos caídos y su lento caminar, le daban a su mirada torva con un gesto de amargura en la boca ese aire taciturno de quien ya solo espera la muerte.
 El piso en el que vivía constaba de cuatro puertas tras las cuales habitaban tres mujeres, una de ellas muy mayor, se entretenía en lustrar los embellecedores de cobre en su puerta mientras entonaba viejas canciones de tonadilleras, otra mujer vivía enfrente y pasaba el tiempo lavando y tendiendo ropa de tal manera que mojaba a los viandantes al pasar y a todos los vecinos que se asomaban a la ventana en ese momento, y provocaba entonces  enfados e insultos. Contigua a su puerta vivía la mujer joven que recibía muchas visitas pues impartía clases en su casa.
  Transcurrían así en la casa los hábitos de los vecinos sin alteración aparente, salvo los simples cambios de estación que apresuraban o enlentecían el trasiego por esa vieja escalera desvencijada.
Se sentía al pasar delante de las puertas el aliento escudriñador y callado de esos seres que apoyados en sus mirillas observaban el ir y venir de nuevos visitantes.
El hombre cansado permanecía dentro de su casa siempre callado y sin ocasionar molestia alguna  era ignorado por el resto de la vecindad. Era fácil allí mantener el anonimato si se guardaba el silencio oportuno pues la casa entera estaba constituida por ese silencio aterrador del que se sabe anciano y se limita a contemplar y contar los días de sus congéneres para sortear  el último  día de su vida.
Pasaron muchos días sin que el hombre hiciera ruido  al bajar la escalera, la joven vecina, más cercana y atenta consideraba la posibilidad de  que tal vez el hombre se encontraba con su familia, o tal vez había salido de viaje, miraba a través de la mirilla y solo podía ver el rellano vacio de la escalera y escuchar el silencio.
Continuó así su vida con total normalidad,  ya despuntaba la primavera y abrió las ventanas con alegría, pero una ráfaga de olor pestilente entró en su casa y se dispuso a comprobar el estado de cosas en la cocina, en el baño, en  sus animales, todo estaba en perfectas condiciones sin duda el olor venía del exterior. El ambiente en la escalera era cada vez más  inquieto y sofocante, se escuchaba el abrir y cerrar de puertas y ventanas, las mujeres se quejaban desde sus balcones del mal olor que invadía la casa cada vez con mayor  intensidad. Todos se preguntaban el origen de esa peste, que se encontraba  con seguridad en el habitáculo que siempre habían ignorado.
Todos al mediodía con los primeros calores y tapadas sus narices con pañuelos hacían cola ante las puertas de la joven vecina y del hombre cansado, se oyó estrépito en la calle y los encargados del orden ciudadano en compañía de dos camilleros con dificultad se abrían paso entre la vecindad aturdida, forzaron la puerta del hombre y al abrirla salió todo el hedor de la muerte de golpe, la compasiva vecina con gran pesar cerró la puerta del hombre con un gesto de desolación y vergüenza por no haber podido ayudar al finado en sus últimos pasos a través de una escalera desolada. Se introdujo abatida en su casa y cerró con energía  también su puerta.

Escultura: Le Nez (La nariz)
Alberto Giacometti 1947


De: Silencios en otoño