sábado, 26 de octubre de 2013

EN LA ETERNIDAD DEL SILENCIO







EN LA ETERNIDAD DEL SILENCIO

si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo” J. L. Borges
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Las mujeres ordenaban la habitación vestidas de negro hasta los pies. La hermosa huerta cubierta de viñedos, y sembrados asomaba tras las ventanas, el camino pedregoso hasta las vides y el banco de piedra en donde ella solía sentarse, aparecían de pronto iluminados por la primera luz de la tarde, la luz del silencio que evoca a los muertos.
Aquella mujer hermosa tenía la costumbre de dormir sobre una tabla rasa y así mantenía erguida su austera figura. En la alacena del comedor aún  conservaban su cálido tacto figuras en sal blanca de peces, patos y cestillos hermosamente trabajados  que resaltaban la pobreza sobre la ruda madera en la que algún día como este, ella los posó como reliquias infantiles de lejanos  tiempos. Su escueto lecho aparecía desnudo y vacío en el interior. Los muebles raídos por el tiempo eran sillas huecas, deshabitadas, en torno de una mesa que en otro tiempo se llenaba de risas, y esperanzas. La puerta de entrada se abría estrecha e  irregular bajo el peso de una oxidada cancela.
Los visitantes buscaban algún rastro de valor, en aquella casa pobre, algo que colmara su ambición, yo respiraba el ambiente y sentía el calor de su antigua dueña. Recordaba las historias de mi abuela, en las que uno de mis antepasados con una barba inmensa acostumbraba a alzar a sus tres hijas pequeñas agarradas  con las manos a la hermosa guedeja, tal era la fuerza del hombre que la sostuvo a ella, a su otra hermana y a la dueña de la casa que pisábamos.
Se hallaba situada cerca de una plaza en la que de  una burga brotaba agua caliente para asombro de mi ilusa niñez, deambulamos aquí y allá, mojé mis manos en la fuente y una impresión casi divina invadió mi pequeño ser.
En el silencio eterno escucho todavía aquellas voces alejadas y siento bajo mis pies el suelo empedrado de aquellas calles, la nada de sus habitantes, el calor de la tarde de un verano acabado, en el que la muerte queda velada por el ensueño que se prolonga hasta nuestros días y se respira en una atmósfera extranjera, extraña para las voces de este tiempo que claman cargadas de violencia.
Llegamos a un hotel balneario en donde un hombre joven y rubicundo nos acogió con dulzura, de pisada tenue, reflexiva y rostro sonriente, nos dio la bienvenida, y pronto muy locuaz nos explicó todos aquellos datos que yo solamente había percibido a través de los sentidos, él era uno de los afortunados que encontraba refugio entre aquellas amplias faldas de la mujer cuando sentía miedo.
El inmenso mar extendido a lo lejos exhala aquellos dulces días de encuentros. Una luz blanca aparece reflejada sobre el agua de ese mar tranquilo y sosegado a estas horas de la tarde como un mensaje de esperanza en el amanecer del invierno. Un leve zumbido en el oído me recuerda que el silencio también habla, porque en silencio se escuchan todas las voces que están escritas en la memoria y las que arrastra el tiempo a través del espacio que cruzan las aves, la profundidad  del abismo como una brecha ciega nos hiere y nos separa, nos llena de anhelos, y levemente soñamos dentro de un sueño eterno que inocentemente llamamos vida. ¿Qué importa la desolación de este silencio concreto, si hay otros silencios, si innumerables silencios pueblan nuestro refugio desde la niñez más temprana? ¿Qué importa la espera?
Ella, el abuelo, sus hermanas, las mujeres vestidas de negro, el hombre rubicundo  desaparecieron en la niebla del ensueño dejando tras de sí el rastro de su pobre morada vacía poblada de ecos enredados en las hermosas barbas del último silencio.
Pintura: “En la puerta de la eternidad”.

Vincent Van Gogh

De: Silencios en Otoño